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Por Mónica Hernández

Muy difícil, casi imposible, quitar el dedo del renglón de la menopausia. Y es que cuando no descansas, cuando tu columna cruje, tu cintura desaparece y tu humor no hay quien lo entienda, ni tú, que te conoces de toda la vida… no te queda más remedio que negociar.

Mi negociación con mi “meno” no se dio de un día para el otro, pero algo se debió fraguar a mis espaldas. Fue ver el meme de Julia Roberts al volante, diciendo “ponme a prueba” y algo hizo click. Un momento Eureka, como diría el bueno de Arquímedes. Y eso que en la época en que vivió, la gente moría alrededor de los 25-30 años, por lo que una mujer de 40 plus o de 50 era una rareza. Desde entonces la menopausia se convirtió en vergüenza, en silencio. Con el paso de los años, durante las épocas oscuras hasta el renacimiento, la menopausia se asoció con la imagen de una bruja: mayor, con arrugas, cabellos blancos, piel delgada y pálida y por encima de todo, sabia. Esta parte me gusta. La literatura se pobló de brujas (buenas y malas) y todas tenían en común la incapacidad de producir hijos, aunque se dedicaran a cuidar cuerpos y almas. Así transcurrieron los siglos. El doctor Charles Pierre Louis De Gardanne observó pacientes (con esta fascinación mezclada con horror que causaban los órganos femeninos en los médicos) con ciertos síntomas a los que llamó ménespausie por primera vez hasta 1815 y le cambió el nombre a ménopause en 1821. No se quemó el coco con el nombre, es verdad, y la definió como “el infierno” para las mujeres. No andaba errado y tal vez le gustaría saberlo, pero añadió un término que más de dos siglos después se sigue considerando un adjetivo para definirnos a todas: menopáusicas. Un insulto que por lo que a mí respecta, cambiará de significado hacia uno potente, como lo es un superpoder. 

Dicen los expertos que la menopausia marca el final de los ciclos menstruales, mensuales y monstruales (sí, de monstruosos). Pues eso. Solo es un asunto biológico y durante siglos a las mujeres se nos ha condenado al rincón, a una institución mental, a la cocina, al cuarto de lavado y satisfacer las necesidades del “patrón” de turno. Privadas de derechos sociales, civiles, militares y económico-financieros (con algunas honrosas excepciones) se han ido conquistando mucho, que como capas de una cebolla, hay que quitar de uno en uno. Ahí la llevamos. El resto es nuestra responsabilidad, para con nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestro espíritu. Aquí es donde radica el superpoder. 

Así que ahora soy una super-mujer y todo porque tengo en mis manos, y no al revés, a mi menopausia. Es mi nuevo superpoder porque se trata de un nuevo renacimiento, no del inicio de la decadencia. Quien quiera, que me ponga a prueba. 

¿Qué hace la diferencia? Ya no hay que preocuparse por contar días en el calendario, de ningún mes de ningún año. Adiós para siempre, adiós a la angustia de manchar la ropa y la reputación, que como espada de Damocles oscilaba entre todas (y todavía cuelga sobre muchas). Ya no hay la obligación de quedar bien con nadie, más que con una misma. ¿Quieres pruebas? Invítame a salir, a cenar, a lo que sea. Iré si y sólo si me apetece. No tengo que encajar ya nunca más, ni me preocupa el “qué dirán”, ni me interesa caerle bien a todo el mundo. Ya asumí que eso nunca va a pasar. Así como a mí no me cae bien toda la gente que conozco, tengo asimilado que hay a quienes les molesta mi tono de piel, mi tono de voz y las palabras que salen por mi boca. Tal vez les molesta mi figura o mi conversación. Y me vale. No es mi problema. Mi problema soy yo. Los años que quedan por delante desde luego serán menos que los que quedan al mirar por el retrovisor y pienso aprovecharlos al máximo. 

Y tú, ¿Cuál es tu superpoder?

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