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Por Mónica Uribe

Entre febrero y marzo de 2013, el orbe católico vivió un alud de sorpresas. En medio de una serie de escándalos y traiciones que afectaban a toda la Iglesia, el papa Benedicto XVI renunció sorpresivamente al trono de San Pedro. Esto obligó a la realización de un cónclave, con un papa en retiro, vivo, sano y lúcido, que habría de coexistir con un pontífice en funciones.

La segunda sorpresa. Entre los posibles papables, se incluía a un jesuita argentino, cosa extraña, porque la Compañía de Jesús no gozó del apoyo de Juan Pablo II ni de Benedicto XVI. El cardenal Jorge Mario Bergoglio no respondía precisamente al perfil favorito de los dos anteriores pontífices, pero era institucional. Como arzobispo de Buenos Aires había hecho un trabajo importante en defensa de su grey, e incluso se había enfrentado al gobierno argentino por asuntos que iban desde la justicia social hasta la defensa de la vida desde la concepción. Además, era un obispo muy activo en el ámbito continental, participaba de lleno en las actividades del Consejo Episcopal Latinoamericano y del Caribe, y era bien considerado entre sus pares, por sus posiciones equilibradas entre el progresismo liberacionista y el conservadurismo que dividen a los obispos de la región. Años más tarde se sabría que en el cónclave de 2005 fue uno de los cardenales que más votos obtuvo detrás del entonces cardenal Ratzinger.

El cardenal Bergoglio renunció a la sede de Buenos Aires al cumplir 75 años en diciembre de 2011, según lo dispuesto en el canon 401 del Código de Derecho Canónico, pero su renuncia no fue aceptada, un indicador de su buen prestigio en Roma. El 13 de marzo de 2013, Jorge Bergoglio fue elegido Papa. Esto fue la tercera sorpresa: por primera vez un jesuita se sentaba en el trono de San Pedro. Su perfil parecía distante de sus dos inmediatos antecesores: ni europeo ni gran filósofo o teólogo. Esa fue la cuarta sorpresa, un pontífice hispanoparlante, poco habituado a los intríngulis romanos, pero con una experiencia pastoral y política nada desdeñable y, personalmente, un hombre que había vivido las mieles del ascenso vertiginoso y las hieles del ostracismo al interior de la Compañía. El 266° sucesor de San Pedro eligió llamarse Francisco, como el santo de Asís, patrono de los pobres y la ecología, lo que dio pistas sobre lo que sería su pontificado. 

Casi doce años después, nos encontramos ante una coyuntura similar a la de 2013: con un papa enfermo y con una Iglesia en crisis, pero en un sentido distinto a la de entonces. Hoy, algunos de los elementos que provocaron la dimisión de Benedicto XVI han sido atendidos y relativamente solventados: la corrupción financiera, la influencia del lobby gay, los escándalos relacionados con abusos sexuales, el desorden administrativo interno, entre otros. Se enfatizó la primacía relativa del sacerdocio universal de los fieles que ninguno de los dos antecesores de Francisco quiso implementar y se avanzó en dar juego a la mujer dentro de la Iglesia. Hoy, sor Raffaella Petrini gobierna el Estado de la Ciudad del Vaticano, algo impensable hace sólo diez años.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.