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Por Montserrat Jiménez

El enojo era el de siempre —ese viejo conocido que no se cansa— al encender el Canal del Congreso. Otra vez paridad, otra vez sororidad, otra vez la mujer presidenta... y, una vez más, un solo hombre acusado de intento de violación saliendo por la lateral, como quien evade sin esfuerzo.

Nosotras, atrapadas entre curules llenos de aplausos huecos, gritos de traición y miradas que de tan vistas, ya cansan.

Lo de siempre.

Lo que no debería seguir ocurriendo, pero se insiste. 

Cuatro días después, la tarea arrancó con ese sabor amargo que sólo da el hartazgo.

Desolación pura, al sabernos debajo de una podredumbre que, aunque disfrazada de poder, apesta igual.

La cita:

11 de la mañana, 29 de marzo.

Glorieta de las Mujeres que Luchan.

Pintura morada, pañuelos tensos en las manos, rostros que ya conocía, otros que no, pero todas con el mismo gesto contenido.

Soñamos muy alto, me dije.

No hay de otra, me respondí.

¿No debería ser un sueño defendernos? Pero aquí lo es, y lo sigue siendo.

Brochas en alto, puños al cielo.

El termómetro apuntaba 28 grados, pero lo que pesaba era otra cosa.

Allá arriba, las nubes —cómplices— nos robaban, por momentos, el ruido citadino; pero no, ni las nubes logran silenciar el grito que se repite:

No llegamos todas.

En el templete, muchas voces, una sola exigencia: ¡DESAFUERO!

Entre las llamas, una playera futbolera.

Otra decepción.

Recordé aquellas épocas de goles y festejos al señor Blanco en el Ángel, cuando creíamos que un balón nos salvaba.

Hoy, peleamos a metros de distancia y a años de diferencia, pero, más cerca que nunca de la verdad:

Miles de mujeres, traicionadas por SU partido y por tantos otros, nos dieron la espalda.

Sube Alberto, un número más, una historia más que intentan archivar.

Su hija, violentada.

Su agresor, suelto, sabiendo que pronto será juzgado por quienes no tienen ni la minima idea de como se procesa un juicio... 

Ana sube.

No trepa, no escala, se lanza.

Le queda una sola voz, pero es la de la justicia.

No trae banderas, ni partidos.

Solo verdad.

"Este gobierno me ha abandonado, igual que los otros."

“¡Yo no!”, grité.

“¡Nosotras no!”, replicamos.

Y no. Hoy Ana no está sola.

Martha, Karen, Lala, y muchas más la sostienen.

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