Por Nelly Segura

“50 mil rosas rojas se vendieron en Culiacán llegando el 10 de mayo listos para celebrar, pero unos días antes se nos fue Edgar Guzmán…” así empieza uno de los corridos más famosos de Lupillo Rivera, una melodía que recuerda el asesinato y el sepelio de Edgar Guzmán, hijo de Joaquín "El Chapo" Guzmán, justo antes del Día de las Madres de 2008. Mientras la ciudad se preparaba para celebrar, los pétalos que debían honrar las mesas de las madres cayeron sobre la tumba del hijo de un narcotraficante. Este acto de poder cubrió el dolor de una familia criminal con un gesto suntuoso.

Este episodio no es solo un hecho anecdótico que quedó inmortalizado en las letras de un corrido, es un recordatorio brutal de cómo en México la vida y la muerte se han convertido en un espectáculo de poder. Las rosas, símbolo de amor y devoción, fueron secuestradas por el narcotráfico para adornar un funeral. ¿Cómo hemos llegado a este punto donde la muerte de un hijo de un capo merece más flores que las madres de todo un municipio?

El asesinato de Edgar Guzmán no solo dejó un cuerpo en el estacionamiento de un supermercado, dejó a la ciudad entera sin flores para las madres. En una muestra del monopolio criminal incluso de los símbolos de la vida cotidiana. Esta no fue solo una tragedia familiar; fue un mensaje claro y contundente de que en México, incluso el luto tiene dueño.

Y este mismo ritual de poder, envuelto en muerte y violencia, ha comenzado a replicarse en otros espacios, como si el narcotráfico hubiera marcado la pauta para cómo se despide a los caídos. En fechas recientes, el comisario Milton Morales Figueroa, jefe de inteligencia de la policía de la Ciudad de México, fue asesinado a balazos en el Estado de México. Un hombre que había dedicado su carrera a combatir el crimen organizado, cayó víctima de la misma violencia que pretendía erradicar. Y, si,hubo un helicóptero lanzando rosas, el mensaje fue el mismo: aquí, la muerte sigue ganando.

Lo irónico es que los rituales mortuorios de los policías, aquellos que deberían simbolizar la lucha contra la violencia, se han convertido en una versión institucionalizada de los espectáculos de poder del narcotráfico.

La situación fue similar cuando la policía capitalina rindió homenaje al inspector jefe Deiby Asaí Hernández Ramírez, quien fue asesinado en el cumplimiento de su deber mientras atendía una riña entre vecinos en Tlalpan. 

Durante la ceremonia, se dio el último pase de lista, se realizó la salva en honor, el toque de silencio por parte de la Banda de Guerra y sobrevoló un helicóptero Cóndor que esparció una lluvia de pétalos rojos mientras el cortejo avanzaba 

La violencia ha penetrado tanto en nuestra cultura que incluso hemos aprendido a glorificar la muerte de aquellos que destruyen. Nos han robado no solo la seguridad, sino también los símbolos de duelo. Las rosas, que deberían ser un recordatorio del amor, se han convertido en herramientas de poder, lanzadas desde helicópteros para recordarnos quién manda en este país.

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