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Por Nitza Masri
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Si hay algo que no falta en el desayuno, en el cafecito de la tarde o en una taza de espumoso chocolate caliente, es el pan. Y no es para menos: el pan es parte de nuestra esencia mexicana. En estos días, palabras como “artesanal” o “masa madre” suenan como novedades en el mundo de la panadería, pero en realidad, ¡solo estamos regresando a nuestras raíces!

Desde que los españoles trajeron el trigo a México en el siglo XVI, el pan se volvió un elemento básico en nuestras mesas. De acuerdo con la Cámara Nacional de la Industria Panificadora (CANAINPA), la industria panadera en México empezó formalmente en 1524, cuando los españoles comenzaron a establecer hornos para hacer pan al estilo europeo. Pero aquí lo hicimos a nuestra manera: el pan blanco y suave fue ganando terreno y, poco a poco, cada rincón de México adoptó recetas y estilos que combinaron el sabor del trigo con ingredientes locales.

No solo el pan se adaptó; nosotros también lo hicimos parte de nuestras vidas. Para el siglo XIX, había panaderías famosas en la Ciudad de México, e incluso, los panaderos indígenas también producían sus propias versiones en hornos de piedra, vendiéndolas en mercados.

En el siglo XX, las formas de hacer pan cambiaron: llegó la industrialización, y el pan blanco se hizo omnipresente en tiendas y supermercados. Para 1950, un industrial llamado Antonio Ordóñez Ríos revolucionó las panaderías al instaurar el autoservicio, un modelo en el cual tú escoges tu pan en charola. La idea parecía ideal, y pronto todos querían seleccionar su hogaza lista para llevar.

Sin embargo, había algo en el proceso artesanal que aún nos llamaba. Los sabores, las texturas, la autenticidad que solo da el tiempo y la fermentación natural de la masa madre, el cual es un fermento vivo, hecho solo con harina y agua, pero que requiere de paciencia. Este pan no se hace en minutos; se deja crecer lentamente, permitiendo que las bacterias y levaduras naturales trabajen. Ese tiempo es la clave de su sabor, esa acidez sutil y la miga tan característica, además de ser mucho más digestivo, algo que hoy valoramos más que nunca.

A pesar de la facilidad de la bollería industrial, el pan de masa madre tiene algo que el otro no: nos conecta con nuestras raíces. Cada bocado de una hogaza de masa madre se siente más real, más auténtico, como si estuviéramos comiendo un pedazo de historia. No es una moda pasajera, sino una vuelta a lo que siempre fue bueno.

Hoy, los mexicanos consumimos en promedio 33.5 kilos de pan al año; de ese consumo, entre el 70% y 75% es pan blanco. Sin embargo, hay una nueva apreciación por el pan artesanal, el pan de fermentación lenta, que no solo sabe mejor, sino que nos sienta mejor.

En nuestra panadería, en Julieta. Mantenemos esa tradición. Trabajamos cada masa con calma, dejando que el tiempo y la fermentación natural hagan su magia. El resultado es un pan que nos recuerda el pasado y nos da la satisfacción de algo bien hecho. No solo tiene la corteza crujiente y el sabor complejo, sino que también es más saludable, y la gente lo reconoce: sabe a lo auténtico, a lo que nuestras abuelas harían si tuviesen el tiempo.

En el fondo, este tipo de pan siempre ha sido más que harina y agua: es historia, tradición y un pedazo de nuestra cultura que no podemos dejar de lado. Al final, volver al pan artesanal, al pan de masa madre, es como regresar a casa.

*Empresaria del ramo de la panadería. 


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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