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Esta podría haber sido la misma mañana de ayer, o de la semana pasada, pero Alan, el primero de los cuatro hijos de Edith empezó a vomitar a la hora del desayuno. Su mamá le dio un té, esperando que esto pasara, pero él siguió vomitando. Así que le pidió a su hijo de once años, que se cambiara para ir al doctor. En el pediatra empezó a convulsionar, perdió el color y su temperatura bajó considerablemente. La esposa del médico acompañó a Edith al hospital, se trataba del Hospital de la Niñez Oaxaqueña, el único de tercer nivel preparado para atender a menores de todo el estado.

Alan fue internado de inmediato; le siguieron cientos de estudios, resonancias magnéticas y dos días después de haber sido internado lo tuvieron que operar. Su diagnóstico: un tumor en el cerebro. Alan no despertó después de la operación. Pasó dos meses en coma dentro del hospital, y fue enviado a su casa para recibir cuidados paliativos. Estuvo siete meses en coma, no comía, tenía una traqueostomía que requería ser aspirada cada media hora, noche y día para evitar que se asfixiara con sus propios fluidos. Una sonda gástrica lo alimentaba mientras su familia esperaba el momento que los médicos aseguraron llegaría, cuando su cuerpo dejara de resistir. Sin embargo, eso no sucedió. A los siete meses, poco a poco, Alan empezó a abrir los ojos, a veces era por segundos, no aguantaba más y los volvía a cerrar. “Llena de emoción”, me dice Edith para expresarme cómo se sentía cuando descubrió que su hijo estaba despertando. Ahora Alan puede sentarse, ya habla, se le entiende mejor y recuerda bien toda su vida previa a la operación: su escuela y sus compañeros.

En la operación le quitaron cuatro centímetros de tumor, pero un centímetro más quedó ahí, clavado en su cerebro. Después de despertar comenzó a recibir quimioterapia; aún así el cáncer no ha cedido, lo poco del tumor que quedó en su cabeza, sigue creciendo. Alan necesita con urgencia otra cirugía.

El problema es que el Hospital de la Niñez Oaxaqueña no tiene neurocirujanos. A falta de especialistas, ha contratado como eventuales a médicos que puedan realizar ciertos procedimientos cuando se requiere, pero a últimas fechas el nosocomio que depende de recursos federales y locales ha despedido a un 30% del personal médico. Le han sugerido a los familiares que hagan acuerdos directamente con los médicos. En un intento por ayudarla, le recomendaron a Edith que se trasladara a la Ciudad de México al Instituto Nacional de Pediatría (INP)

Así llegó desde Oaxaca esa mamá de cuatro, que se dedica al hogar y está casada con un ayudante de albañil.  Después de conocer de su caso, le pidieron que regresara a Oaxaca ya que el Instituto no podía atender a niños que estaban siendo tratados en otros hospitales, aunque ese “otro hospital” no tenga médicos.

Hoy, Edith busca juntar 250 mil pesos, pues es lo que necesita para que su hijo sea atendido por un médico en un hospital particular. Alan va por dos pistas, una hacia al futuro en la que cada vez  logra mayor avance, y otra de vuelta cada minuto que el tumor crece y se lo anuncia con un constante dolor de cabeza.

Oaxaca está muy lejos de la Ciudad de México, y el país, muy, muy lejos de ser Dinamarca.


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