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Por Pamela Cerdeira

Marcelo Pérez era un párroco indígena y activista. Su causa eran las personas, y quienes pudieran sentirse incomodados por él eran muchos: caciques, políticos, criminales, pobladores en disputa con otros pobladores. Su vida corría peligro y eso no era en secreto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había pedido hace años que se le otorgara protección. Se sabía que su vida tenía precio, entre $100,000 y $150,000. Animal Político

Este texto va sobre el papel que la iglesia y sus miembros han tenido en el intento por pacificar a México. De los sacerdotes jesuitas asesinados en el 2022 en Cerocahui: “No teníamos antes una sensación de riesgo porque de algún modo entendíamos que tanto sacerdotes como médicos, como maestros, como otra gente que va a hacer un bien a la sociedad, eran respetados entre comillas por estas organizaciones criminales.” Dijo a la BBC el padre Esteban Cornejo después de que sus compañeros murieran, a pesar de ello, él decidió quedarse.

Tampoco podemos olvidar el momento en el que fueron los miembros de la iglesia quienes lograron una negociación entre los Ardillos y los Tlacos que peleaban en Chilpancingo por los permisos del transporte público. En esta distopía llamada México, lo sorprendente no fue el papel negociador del clero, sino el abandono y desidia de las autoridades que aceptaron sin más que el transporte quedara en manos de los delincuentes. Lo de la iglesia fue al menos, para evitar que se mataran entre ellos durante la disputa.

Mientras el gobierno federal desarma a los policías municipales de Culiacán, los sacerdotes se quedan en sus parroquias confesando lo mismo a las víctimas, que los familiares de los victimarios. 

Es desgarrador y desesperante leer las crónicas en los diarios de cómo las personas que se encontraron con el asesinato de Marcelo Pérez se pusieron a rezar, es convomedor y doloroso escuhar como la rabia se transformó en en discurso compasivo. 

Platiqué con el Pbro. José Filiberto Velázquez Florencio, a quién resultaría ya ocioso preguntar si esperaba que las autoridades resolvieran, o si confiaba en la justicia. Es claro que la fé en el sistema está agotada, habría que ser demasiado ingenuo, o político para decir que se espera algo de ello. En qué se cree entonces cuando está claro que no puede esperarse nada de las autoridades: “Tenemos fé en que los delincuentes se arrepientan”, me dijo. 

Y no deja de resultar curioso que esté el sistema tan podrido que ya es solo de los peores, de quienes puede esperarse algo, aunque sea un poquito de bondad. La fe solo pueda estar en los delincuentes. 

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@PamCerdeira

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