Por Pamela Cerdeira
Sucedió mientras leía un periódico en línea, hace muchos años. He olvidado de qué trataba la nota, pero no los comentarios. Cosas como “Otra vez manipulando la información para defender a su grupito de siempre. ¡Ya nadie les cree!” o “Seguro ni saben de lo que están hablando, solo buscan dividir al país con sus noticias sesgadas” y así en todas sus variedades. Me fascinaba leer los comentarios, mi lado animal movido por la entraña y la carga emocional que tenían, y mi lado periodístico que creía que quizá ahí, en los comentarios, iba a encontrar una pista de algo más, un pedazo de la historia que no se había escrito. Debo confesar que nunca he encontrado algo de interés periodístico al pie de las publicaciones y, sin embargo, sí he podido detectar campañas de desinformación en las que se utilizan inocentes comentarios de usuarios anónimos o públicamente reconocidos. Lo que me sorprendió aquella vez es que noté que le estaba dedicando más tiempo a leer los comentarios que a las notas. No quiero desestimar la importancia de la retroalimentación (los comentarios a mis columnas en este espacio tienen casi siempre respuesta, y todas han sido muy valiosas, en un síntoma que se explica desde la calidad de lectoras y lectores que tiene Opinión 51; como medio, somos la excepción). Una nota o una columna de opinión, por muy poco trabajada que esté, habrá tomado como mínimo una hora. Si está publicada en un medio de comunicación, habrá pasado por un proceso de revisión que involucra a más de una persona. Eso no quiere decir que todo lo que se escriba en un medio sea infalible o verdad, pero, a diferencia de quienes escriben comentarios en las redes sociales, si nos equivocamos nos jugamos la credibilidad, el activo más importante en nuestra profesión. Cuando alguien publica un comentario visceral, no lo consultó antes (ni con el corrector de ortografía de su teléfono), tardó menos de un minuto (y eso incluye el tiempo para pensar si escribir y qué escribir), y no tiene nada que perder. Es atractivo porque es emocional. Entonces, dedicarle más tiempo a leer los comentarios que a las notas era, sin duda alguna, una pérdida de tiempo. Estaba poniendo atención en la chatarra del periodismo: mucha adrenalina, cero contenido nutricional.
Esto empezó a pasarme en las redes sociales, la adicción al scroll down (desplazar hacia abajo). Como si se tratara de una película siniestra de la cual es imposible separarse, los comentarios a las publicaciones de quienes sí resultaban sujetos de la noticia eran la parte más interesante. (No tan divertido cuando eres tú quien está en la pantalla, pero sí igual de obsesivo).
Estar leyendo hacia abajo me estaba quitando tiempo de leer lo de arriba y hacia arriba: menos tiempo para los libros, menos tiempo para leer otras notas y otros medios, menos tiempo para hablar con personas interesantes. Podía dedicar mi tiempo a pensar hacia arriba (aprender algo nuevo, encontrar un punto de vista distinto), pero lo estaba perdiendo pensando hacia abajo.
Lo único que aprendí de mis tiempos de adicción es que los trolls usan compulsivamente este emoji 🤣, lo que me da la impresión de que quien lo escribió necesita urgentemente ayuda profesional.
De cierta forma, el algoritmo del scroll down, reels, videos en TikTok que no elegimos sino que se eligieron por nosotros, nos lleva al mismo lugar. El algoritmo nos encierra en lo que nos gusta o nos hace enojar, y nos repite lo que ya sabemos para alimentar nuestro ego. Hay contenido increíble en internet y las redes sociales, pero así como hacemos con los libros, asegúrense de que donde van a poner su tiempo lo hayan elegido ustedes.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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