Por Pamela Cerdeira
Voy detrás del volante de un Lebaron blanco modelo 84, convertible, tengo 14 años, la capota va abajo, el viento como la vida, me va despeinando. A mi lado, con las uñas perfectamente bien pintadas de rojo, unos pantalones del mismo color, una especie de abrigo rojo con acabados en pelo blanco, un cinturón negro y ancho a la cintura, un gorro que hace juego y un barba blanca que le queda demasiado grande va mi abuela. No dejó de ponerse rimel, a pesar de que hoy le tocaba ser Santa Claus, ya no lo recuerdo pero si tuviera que apostar diría que llevaba puestos tacones negro, seguramente de plataforma. La temporada navideña empezaba con visitas a Tepito, en donde una vez me ordenó no hablar, a pesar de que ella tampoco podía hacerlo ya. Tenía prohibido regatear, era su zona, su gente, ella conocía los movimientos y a quien comprar. De Tepito saldrían los regalos y también gran parte de su guardarropa, del que le encantaba presumir dos cosas: lo barata que había salido, y como ahora le quedaba ya más floja. (Quizá lo floja que le quedaba y el precio era algo que estaba relacionado.)
-Mira, mira, me cabe un puño -mientras jalaba la cintura del pantalón para demostrar cuánto había funcionado la nueva crema o el aparato de masaje traído de algún lejano lugar.
Yo soy la ayudante de Santa Claus, y me parece fascinante porque ella es la mejor maestra de conducción que alguien pueda tener, no se queja, no grita, no regaña, es más, creo que ni siquiera se va fijando si lo hago bien. Los regalos que compraba eran para niños y niñas que se encontraba en la calle o que visitaba en orfanatorios u hospitales, pero esa tarde tocaba ir a visitar a sus conocidos. Las señoras, las esposas de los amigos de ese lord que era mi abuelo, con sus vestidos largos, casas en Pedregal y tardes de cartas que mi abuela interrumpía para que se pudieran tomar la foto con Santa Claus, la Santa Claus. Cargaba una cámara Polaroid y todo el material necesario para transformar la instantánea en un thermo para café, todas salían contentas a la foto en la banqueta y yo me preguntaba qué dirían entre ellas una vez que cerraban la puerta. ¿Por qué la foto era en la banqueta?
El trineo de Santa cumplió ese día de jornada con una nobel conductora feliz de haber podido pasar todo el día al volante, no recuerdo lo que platicamos, pero si la recuerdo muchas veces dentro de su coche, siempre hecho un desastre, atiborrado de libros, mientras mi mamá se quejaba del desastre, a mi me hipnotizaron los títulos. Leía cosas de neurociencias, medicina, superación personal y prácticamente cualquier cosa que cayera en sus manos.
Me preocupa que mis recuerdos sean limitados, y que termine en pocas entregas más este texto, y llevada por la curiosidad decidí buscar, un tío que prometió revisar en dónde quedaron sus cosas (anotaba, siempre anotaba), su título de medicina, la cédula con la que se metía a los hospitales y sus sueños. Hablé con alguien que la conoció, y algo en su relato me brincó:
-Si, la magia, también le dio por la magia, pero en eso no le fue bien.
El éxito es siempre cosa de percepción, pero pregunté por qué no le había ido bien.
-Porque lo dejó.
Es extraño yo la recuerdo en el escenario hasta que las piernas se lo permitieron. ¿Habrá rastro en línea de su paso por la magia? Lo encontré.
Varita Rota 3 agosto 2009
Hace unas horas dejó de existir una de las personas más apreciadas en el mundo mágico; la señora, la maga, Tere Morán.
Descanse en paz.
Tere Morán, mensaje de Trébole
Trébole, es el mago del que hablo en la primera entrega de esta historia.
Una joven mujer entra en una farmacia, de su bolsa un sonido tipo alarma llama la atención de todos, ella abre con elegancia la bolsa, y saca de ahí el auricular de un teléfono y toma una llamada. Nada fuera de lo normal, salvo que eran principios de los años setenta, no había celulares y esa mujer era mi abuela…
Continuará.
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