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Por Pamela Cerdeira

Era un martes por la mañana, el sol nos derretía la cabeza. Ninguna sintió miedo, miedo de meterse en esa zona, miedo de bajar a una mina a más de 30 metros, miedo a tropezar con una piedra, miedo a caer deshidratada, miedo de seguir la pista de un par de anónimos que les aseguraron que ahí estaban los restos del hijo de una de sus compañeras, tampoco ese miedo a que la pista fuera correcta y pudieran encontrarlos.

La Red de Madres Buscadoras me permitió acompañarlas en un recorrido en el Estado de México. Llegamos a la Mina del Diablo, ¡qué nombre! Ni el novelista más perverso se atrevería, pero el destino sí, siempre lo hace, la realidad es la más cruel de las plumas. Ellas iban en una caravana acompañada por autoridades municipales, policías de Ecatepec, policías estatales, un pedante perito antropólogo forense y la Comisión Estatal de Víctimas. La tierra se levantaba al paso de los vehículos, polvosos y más tarde de lo esperado (porque el perito no llegó a tiempo), empezamos a bajar en fila india hacía el estómago de la mina. Van viendo el piso, cuidando las trampas del suelo, pero sobre todo buscando. Sobran zapatos, están tirados por el camino. Siempre me ha llamado la atención el destino de los zapatos, son los primeros en salir volados en los accidentes, cuelgan de algunos cables sin que nos permitamos explicar cómo llegaron hasta ahí, acumulan polvo sin su par, y aquí estaban en medio de ese posible cementerio sin explicar si contaban la historia de alguna persona “es que aquí la gente también tira basura, puede ser eso”, me explicaron. Los Heelys naranjas que solo podrían haber pertenecido a un niño me estremecieron, ¿quién los tiraría a la basura?

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.