Por Pamela Cerdeira
Esta no es una idea acabada, es un intento de ensayo que espero sea, como todo lo bueno, un trabajo en equipo. Espero que los comentarios puedan ayudarme y ayudarnos a construir algo mejor, una idea completa o, al menos, un escalón hacia un nuevo pensamiento.
No creo que me hayan enseñado a ser amable. De hecho, las respuestas sarcásticas que mi mamá siempre tiene para el mundo me incomodan. Quizá es algo que aprendí de los demás, del ambiente, del deber ser. Solo he dejado de ser amable cuando el enojo enrojece mi visión: cuando es tan grande que, como lava, se me ha escapado por las orejas y, al considerar la situación tremendamente injusta, he hecho cosas que no habría hecho sin el impulso de la furia como renunciar a un trabajo sin chistar, manotear al aire (no al aire físico, sino al aire en una transmisión) y entonces dejo que lo que pienso fluya cual flecha sin obstáculos ni filtro alguno. No me encanta que suceda, casi siempre la maldita amabilidad que es un conejo esponjoso de ojos tiernos que vive en mi cabeza, aparece desde un horroroso rincón rosa donde me señala y me obliga a decir cosas como: lo siento, sostengo todo lo que dije pero no era la manera correcta de hacerlo.