Por Martha Ortiz
Cuando inicié mi trabajo profesional como cocinera hace 20 años, es decir, cuando decidí convertirme en esclava voluntaria del romanticismo del sabor (aunado a la difícil tarea del emprendimiento gastronómico en un mundo masculino), me di cuenta con tragos amargos lo que esto significaba: ser desafiante, distinta, rara, arrojada, sin voz que tuviera eco y con ingredientes tan importantes como ser mujer. Ante tanto quebranto y arrebato, decidí, casi de manera inconsciente, hacer poco a poco una carrera profesional a mi entender independiente, obedeciendo a mis capacidades y otras sazones, como ser exótica y patriótica.
A manera de resumen, obtuve prestigio y éxito a la par de probar a cucharadas cierto amargor. Fui castigada y quemada como bruja en mi propio caldero: primero, la flecha cobarde en el aire de Águila y Sol (del águila caída todos quieren penacho) y después el desengaño de Dulce Patria que, a pesar de pisar fuerte, se volvió amarga. Sin embargo, mi yo cocinera sigue cabalgando como la imagen que inventé para edificar otros pequeños reinos, pueblos y ejidos con la máxima del saber como sabor, o más bien, los sabores del saber.
Durante estos años he podido comprobar la forma en que el patriarcado ha permeado muchas tradiciones gastronómicas y, tal como el azúcar al buñuelo, se pega en los labios con cierta sensación de poderío. Por ello es importante sacudirlo con fuerza.
Constato una vez más que las cocinas son matrices del poderío femenino y que en ellas habitan las emperatrices no coronadas de todos los elementos, brujas de la alquimia y seductoras del placer profundo. Y, por qué no, también verdaderas inventoras e innovadoras de la tradición culinaria.
Con las manos en la masa, desde mis inicios como cocinera me hice varias preguntas y sus respuestas se han convertido en recetas y preparaciones, es decir, manjares con un nuevo nombre y la ceremonia de un nuevo bautismo con agua de azahar y rosas para escribir con palabra cocinada mi propia tradición femenina e iniciar a otras en este aquelarre.
Así nació una de mis preparaciones predilectas: la rosca de Reinas Magas, en la cual el azúcar y otras decoraciones de frutas cubiertas (estrellas, lunas y soles) se tiñen por naturaleza de rosa, morado y blanco, y en su centro carnoso de masa habita una muñeca, también rosada. Mi diversión no termina al observar la cara de sorpresa y a veces disgusto de algunos varones que preguntan de dónde salió toda esta inventiva. Para mi sorpresa, también he registrado la preocupación de ciertas mujeres al salir premiadas con esa muñeca (que se convierte en castigo) y quedar obligadas a regalar e inventar tamales en la fiesta de La Candelaria. Como cocinera, yo me siento halagada de tener la oportunidad de preparar esos cuerpos líquidos de maíz con hojas para obtener como resultado esa joya comestible, esponjosa y perfecta.
Esta pequeña contribución a la reinvención de la tradición patriarcal reconvertida a feminismo comestible, es para mí una pequeña conquista, ya que mis Reinas Magas son mujeres de sus tiempos: inclusivas, multirraciales, divertidas, inteligentes, brujas, cocineras, escritoras, politólogas, historiadoras y de otras profesiones y oficios, bondadosas y capaces, y sobre todo dueñas de su propia recetas maestra de vida. Saben regalar y siguen a una estrella que es sueño y realidad para ver a todas en el cielo de sabores. A mordidas las festejamos con su gran rosca, que sólo se parte con cuchillo y cuchara grande.
Esta cuchara grande contiene al universo de sabores y nos permite probar la vida y servirnos en este 2023 con la maestría de la sazón y la gracia de una vida cocinada con valentía, amor y compasión. Y por supuesto también para celebrar las nuevas tradiciones de platillos reinventados desde la trinchera del fuego.
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