Por Sandra Romandía
En un país donde la justicia pende de un hilo, el Presidente Andrés Manuel López Obrador se mofó ayer del paro del Poder Judicial con una mezcla de cinismo afirmando que este paro “nos va a ayudar” a que no queden libres criminales. La ironía es casi palpable: mientras los trabajadores del Poder Judicial luchan por la independencia de su institución y que se mantenga absolutamente profesional, López Obrador aprovecha la ocasión para polarizar aún más el país, insinuando que la justicia que se administra en México es un simple peón en su tablero político.
Es innegable que en los últimos días fuimos testigos de decisiones judiciales dolorosas, como la liberación del exgobernador Mario Marín y la absolución de Juan Antonio Vera Carrizal, autor intelectual del brutal ataque con ácido contra María Elena Ríos. Ambas liberaciones desataron una ola de indignación, y con justa razón. Sin embargo, no debemos perder de vista un hecho crucial: fue precisamente gracias a la intervención de una jueza superior del mismo Poder Judicial de Oaxaca que se revocó la liberación de Vera Carrizal. Este episodio demuestra que, a pesar de las críticas y los intentos de desmantelarlo, el Poder Judicial sigue siendo un baluarte de justicia que, aunque golpeado, no ha sido derrotado.
El Presidente se presenta como el salvador de un sistema corrupto, argumentando que su reforma judicial librará al país de privilegios y corrupción. Pero, ¿acaso no es más peligroso un poder absoluto sin contrapesos? Como bien dijo la escritora y filósofa francesa Simone Weil: “La justicia que no es de todos es violencia”. López Obrador, en su afán por centralizar el poder, parece olvidar que el verdadero peligro no radica en un Poder Judicial independiente, sino en la falta de él. Sin un sistema judicial robusto e imparcial, el país queda a merced del poder ejecutivo, y las decisiones más importantes se convierten en moneda de cambio en el juego político.