Por Sandra Romandia
Ayer, el Senado de la República vivió un episodio digno de un reality show de la peor calaña, con la discusión de la reforma al Poder Judicial. Lo que debió ser un debate serio y profundo sobre el futuro del sistema judicial mexicano, terminó convirtiéndose en un espectáculo bochornoso que arrastró la ya maltrecha dignidad del Congreso hacia el fango.
Por un lado, un Morena insaciable, devorador, cegado por el hambre de poder absoluto, acusado sin tapujos de emplear las armas más corruptas: el dinero y la coerción. ¿La meta? Amarrar votos suficientes para asegurar la mayoría calificada, sin importar que la voluntad popular quedara relegada al rincón más oscuro del hemiciclo. En el otro flanco, una oposición fragmentada, sin rumbo ni estrategia clara, incapaz de resistir la tentación del pragmatismo más cínico, exhibida por su falta de integridad y preparación. Es lamentable cómo los propios partidos opositores lanzan al ruedo a legisladores con expedientes judiciales frágiles, carne fresca para los depredadores políticos que se aprovechan de sus vulnerabilidades.
El resultado de esta tragicomedia no tardó en hacerse visible. Entre gritos de “¡traidor!” al panista Miguel Ángel Yunes Linares, padre del senador con licencia Yunes Márquez, y abrazos cómplices por parte de los senadores morenistas, se selló el pacto que, según todo apunta, permitirá a Morena y sus aliados aprobar la tan ansiada reforma judicial. Una traición no solo a los partidos, sino más grave aún, a los ciudadanos que confiaron en sus representantes para defender los principios y valores por los que votaron.
El contexto no podría ser más sórdido. Mientras dentro del Senado se libraba esta batalla política, afuera, un grupo de trabajadores del Poder Judicial irrumpió al grito de “¡traidores!” intentando frenar la discusión. Ni siquiera la irrupción de los manifestantes logró detener el avance de los acontecimientos, aunque forzó al presidente de la Mesa Directiva, Gerardo Fernández Noroña, a decretar un receso indefinido, añadiendo una dosis extra de caos y confusión al proceso.
Y como si la trama no fuera lo suficientemente retorcida, el drama personal de los Yunes escaló hasta niveles dignos de una telenovela. La solicitud de licencia del senador panista Yunes Márquez fue el detonante de un duelo de acusaciones entre su padre, Miguel Ángel Yunes Linares, y el líder del PAN, Marko Cortés. Mientras este último, con la voz entrecortada, suplicaba un acto de redención a Yunes Márquez para no ser recordado como un traidor, pero Yunes Linares, cual Cicerón moderno, subía a la tribuna para acusar a su vez de traidor a Cortés, con un cinismo que solo los más experimentados en el arte de la política pueden desplegar sin ruborizarse.
La metáfora de las 30 monedas lanzadas por la senadora Lilly Téllez al senador Yunes Linares no pudo ser más elocuente. En el imaginario popular, este gesto remite directamente a la traición más infame de la historia. La imagen de Téllez arrojando esas monedas es un símbolo de la degradación moral que permea la política mexicana actual, una política donde los principios son intercambiables por billetes, cargos o favores. Al final, es difícil discernir quién traiciona a quién, pero lo cierto es que, en medio de este mar de traiciones, el único traicionado de verdad es el pueblo mexicano.
Mientras tanto, figuras clave como Ricardo Monreal no perdieron tiempo en posicionarse, dejando entrever que la familia Yunes, padre o hijo, había decidido inclinarse a favor de la reforma judicial. Monreal, con su acostumbrada diplomacia, expresó su "respeto" hacia los Yunes, consciente de que esta maniobra política sería recordada como un punto de inflexión en la historia reciente del país.
La reforma que se discutía —que, de aprobarse, permitiría la elección popular de jueces, magistrados y ministros en 2025— fue, sin embargo, opacada por la vorágine de intereses y pugnas personales. No se trataba ya de un debate sobre la justicia y la independencia del Poder Judicial, sino de un juego de poder donde los peones, los caballos y los alfiles se movían a conveniencia de los poderosos. Aristóteles decía que “la justicia es el fundamento de la sociedad”, pero en este caso, la sociedad fue relegada a un papel de espectador impotente, viendo cómo la justicia se negociaba a puerta cerrada.
Y mientras el país observa con incredulidad este espectáculo, queda la amarga sensación de que el cambio de régimen que Morena promete no es más que un espejismo. La transición hacia un sistema más justo y transparente se desvanece ante nuestros ojos, sustituida por un autoritarismo disfrazado de democracia, donde las instituciones se moldean al antojo de quienes ostentan el poder.
Como diría el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, "El poder embriaga, y en el poder absoluto se encuentra la embriaguez absoluta." Este martes, en el Senado de la República, fuimos testigos de esa embriaguez, de ese deseo irrefrenable por controlar cada rincón del aparato estatal, a cualquier costo. Y el costo, desgraciadamente, lo pagaremos todos.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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