Por Sandra Romandía
Los hijos del periodista Jesús Gutiérrez no esperaban recibir una lección de justicia y protección tan visceral aquella noche en San Luis del Río Colorado. Uno de ellos regresaba de su trabajo, apenas cruzaba el umbral de su hogar cuando llegaron los “guardianes del orden,” quienes, armados y listos, lo sometieron junto a sus hermanos. ¿El motivo? Un vehículo sospechoso. Quizá la “sospecha” era que un carro normal transitara por una calle donde abundan los patrullajes, o, quién sabe, quizás había demasiada prisa en cerrar el portón. El detalle más insignificante puede desencadenar una tormenta en un país donde, al parecer, la presunción de culpabilidad es la única certeza.
Aquí hay algo claro: si no hubiera habido cámaras, el caso habría quedado en la oscuridad. Benditas sean esas cámaras. Gracias a ellas, los ciudadanos tenemos ese único y último recurso que, cual oráculo moderno, decide si merecemos una pizca de justicia. Quizá, si Kafka viviera, vería en estas grabaciones la prueba de su eterna lucha contra una maquinaria que de tan omnipresente, parece incuestionable.
¿Y es que acaso este es un caso aislado? Apenas en 2021, un grupo de operarios de pipas en la Ciudad de México vivió su propia versión de esta tragicomedia estatal. La narrativa oficial los tildó de extorsionadores, pero el video mostró a simples trabajadores siendo convertidos en chivos expiatorios de un montaje grotesco, según documenté en Emeequis en un reportaje publicado junto con Santiago Alamilla . ¿La razón? Una supuesta amenaza a otros operadores de pipas. Sin embargo, en el metraje se reveló una escena diametralmente opuesta. En el país del espejismo de justicia, ser trabajador honrado no asegura nada; es la cámara la que decide quién será héroe y quién villano.
El desfile de abusos no es corto. En abril de 2024, Jesús Cruz, un obrero en Tehuacán, Puebla, sufrió la brutalidad de unos policías municipales. Su crimen: estar en el lugar equivocado. Los agentes lo golpearon, lo arrestaron arbitrariamente y, por supuesto, se llevaron sus pertenencias. ¿Su única defensa? Las cámaras del negocio, que captaron cómo los uniformados entraban a golpes, imponiendo su propia versión de la ley, mientras Jesús, atónito y con el rostro cubierto de moretones, clamaba por un motivo que jamás llegó.
Estos episodios evocan lo que Platón vislumbraba en “La República” sobre la justicia. En su afán de instaurar el orden perfecto, el Estado parece olvidar que la justicia es algo más que control y fuerza. Hoy, nuestro resguardo no es ni la ley ni el sistema de justicia; es la vigilancia incesante de los dispositivos electrónicos, esas cámaras que, por obra y gracia de la tecnología, nos ofrecen una oportunidad de validar nuestra existencia ante los ojos de la autoridad. Somos, para el sistema, sombras, destellos fugaces que cobran sentido solo cuando hay una lente que lo registra.
Mientras tanto, la reforma que coloca a la Guardia Nacional bajo la Secretaría de la Defensa Nacional avanza con una firmeza implacable. En tan solo dos semanas del nuevo gobierno, 15 civiles han encontrado la muerte bajo las manos de los militares. La cifra de “presuntos agresores” fallecidos es la más alta en una década, como si el país avanzara hacia un estado donde la justicia es simplemente un espejismo y el orden es una pantalla en blanco que se ajusta según convenga.
El ciudadano mexicano, en esta era de paranoia digital y abuso impune, no posee más escudo que el de una cámara de seguridad. Desprotegido y vulnerable, su única garantía es que, quizá, su próximo infortunio quede registrado para que, al menos, sus hijos, esposas o padres tengan el derecho de lamentarlo públicamente. Mientras tanto, el Estado, con su fachada de defensor, refuerza sus filas, arma a sus tropas y continúa errando el blanco. En un mundo ideal, las autoridades estarían al servicio del pueblo; en México, es el pueblo quien debe apelar a la tecnología para sobrevivir.
Al final, la gran paradoja: nuestras vidas dependen de las cámaras, esos dispositivos inertes que, irónicamente, exhiben la descomposición del sistema que deberían protegernos. Que no quede duda: en este país, más que ciudadanos, somos meros actores en el gran reality show de la justicia estatal.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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