Por Sandra Romandía
¿Qué tiene más peso en la balanza de la justicia mexicana: la integridad de los ministros o las presiones políticas? La SCJN, en un intento de reafirmar la constitucionalidad en tiempos de crisis, necesitaba ocho votos para invalidar aspectos fundamentales de la reforma judicial de septiembre, pero solo obtuvo siete. Y aunque la presidenta de la Corte, Norma Piña, defendió con vehemencia el papel de la institución como guardiana de la Constitución, otros ministros, como Alberto Pérez Dayán, eligieron deslizar su dedo en la dirección contraria. La imagen que queda es la de una corte fragmentada, con una división en la que la dignidad de la justicia se convierte en una moneda de cambio.
La elección de jueces y magistrados por voto popular, una de las apuestas más peligrosas de la reforma, queda así intacta. Este elemento populista, que podría desvirtuar el carácter técnico y neutral del poder judicial, había sido identificado como un punto de no retorno en la independencia judicial. ¿Qué sentido tiene, entonces, mantener una fachada de equilibrio entre poderes cuando el verdadero objetivo parece ser la domesticación de la justicia?
Pero hay más en el trasfondo de esta trama. Alberto Pérez Dayán, quien en algún momento fue la esperanza de resistencia dentro de la Corte, se ha convertido en un personaje envuelto en sospechas. Sus declaraciones no dejan de resonar con un tono de resignación cínica: culpa al INE, aludiendo a la “mayoría ficticia” que permitió al oficialismo avanzar como un rodillo sobre las instituciones. “Los que decidieron repartir los escaños de cada Cámara sabían perfectamente que esas mayorías podrían tomar decisiones como estas”, afirmó Pérez Dayán, señalando sin ambages a las consejerías del INE que apoyaron la sobrerrepresentación política. Sin embargo, más allá de sus palabras, su voto contrario al bloque mayoritario, aquel que buscaba proteger la institucionalidad judicial, revela la grieta de esta maniobra.
Algunos insinúan que Dayán no actuó por convicción sino por coerción. Se murmura que presiones externas, amenazas o investigaciones en su contra le habrían hecho doblar las manos. Y es que en este teatro político, el destino de quienes intentan oponerse al poder es claro: son moldeados, doblados o apartados. En esta ocasión, la figura de Pérez Dayán recuerda a los traidores de antaño, aquellos que, seducidos o aterrorizados, sacrifican los valores que alguna vez juraron proteger. ¿Será que su legado como jurista le permitirá dormir tranquilo?
Mientras tanto, los ministros restantes no escatiman en advertencias y posicionamientos claros. Luis María Aguilar, en un gesto de firmeza, se erigió como uno de los pocos guardianes de la República, denunciando, implícitamente, que este no es el final, sino un episodio más en la larga decadencia institucional de México. “Vayan y reclamen a los consejeros del INE”, pareciera decir, ante la impotencia de ver cómo los equilibrios democráticos son manipulados. Es como si la SCJN estuviera en pie de lucha, pero sin las armas necesarias para defender su territorio.
Y en el centro de esta maraña se encuentra Claudia Sheinbaum, presidenta recién asumida, quien no duda en criticar a la Corte por “excederse en sus funciones”. Sus palabras dejan entrever un deseo de limitar al máximo cualquier control sobre su administración, especialmente si este control proviene del poder judicial. Desde su perspectiva, cuestionar la constitucionalidad de una reforma de este calibre parece innecesario. En su lógica, la voluntad del Congreso, dominado por Morena, debería ser suficiente para redefinir la estructura del país sin interferencias. Y así, la voz de Sheinbaum resuena como la de aquellos que, desde el poder, se sienten omnipotentes.
El desenlace es sombrío para la democracia mexicana. La reforma judicial sigue adelante con una Corte que, lejos de ser un bastión de equilibrio, está fracturada y despojada de consensos firmes. La figura de Pérez Dayán será recordada, no como la de un defensor de la justicia, sino como la de aquel que, al igual que el “Judas de última hora” en el Senado, cedió bajo el peso de su propio cálculo o de sus temores.
Adiós a la República, dirán algunos. Los principios que alguna vez defendieron la separación de poderes y la independencia judicial han sido relegados, no por falta de argumentos, sino por la falta de votos. En esta nueva era, pareciera que la justicia mexicana ha sido entregada, pieza por pieza, al proyecto político que domina el país. Con cada paso que damos en este camino, no podemos evitar preguntarnos: ¿quedará algún resquicio de la democracia una vez que este “choque de trenes” haya terminado?
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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