Por Sandra Romandía
El noveno aniversario de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa es tan amargo como los anteriores, pero más frustrante. Alcanzar la verdad fue una de las muchas promesas del grupo que llegó al poder en 2018.
No todos, pero la mayoría de los padres de las víctimas decidieron creerles. No obstante, si la verdad histórica de Murillo Karam ya era una afrenta a la justicia, la indagatoria actual parece un monumento al caos: los fiscales se han convertido en convictos o prófugos, los acusadores en sospechosos, los criminales en testigos con libertad. Los Prometeos que traerían la llama de la verdad son ahora artífices de las tinieblas.
Primero se finiquitó el expediente a toda costa para después tejer un entramado de hipótesis atrapadas en contradicciones del poder en turno. Lo único que ha quedado claro es la implicación criminal de autoridades de los tres niveles de gobierno en la zona. Pero el margen de error se ha ensanchado. Las piezas del rompecabezas se han extraviado o ya no encajan entre sí. Antes se veía difícil la esperanza de justicia. Hoy por hoy, no hay la expectativa de alcanzar un mínimo piso de verdad.