Por Sandra Romandía
Desde la lujosa trinchera de su conferencia matutina, el presidente Andrés Manuel López Obrador, con la serenidad de un estadista de opereta, nos informa, sin despeinarse, que más de 500 candidatos requieren protección policial en el romántico pero mortal paisaje electoral mexicano. Una cifra que, aunque impresionante, apenas roza la superficie del abismo de inseguridad que devora al país.
Ah, México, donde ya no hay garantías de nada: ni de hacer política sin escoltas armados, ni de ejercer el periodismo sin mirar sobre el hombro, ni de abrir un negocio sin pagar el tributo de la extorsión. Ni siquiera ser miembro de la comunidad eclesiástica es seguro, pues predicar contra el narco puede ser una sentencia de muerte. Los médicos son secuestrados para atender a criminales y los matan; los paramédicos, en el intento de rescate en balaceras, corren la misma suerte fatal; y ser maestro en zonas rurales es casi sinónimo de poner un pie en la tumba.
En un intento por pintar un cuadro menos sombrío, el presidente sugiere que las agresiones han disminuido en comparación con elecciones anteriores. Sin embargo, las cifras de organizaciones como Data Cívica y México Evalúa pintan un escenario mucho más turbio. Con 45 políticos asesinados solo este año y un aumento en el número total de incidentes violentos, es difícil no cuestionar la veracidad de su optimismo.