Por Sandra Romandía
Las puertas del elevador abolladas por el tiempo permanecían cerradas en el Hospital Fernando Ocaranza del Issste. Observarlas a detalle solo dejaba ver sus manchas, la inclinación hacia un lado, y la cerrazón de que no se abrirían más ese día. Entretanto, personal médico anunciaba la cancelación de cirugías y otros procedimientos porque no había manera de bajar a los pacientes. Así estuviesen moribundos o llorando de dolor. Cuatro plantas arriba, una amiga mía sufría el ayuno prolongado previo a una cirugía, reprogramada por cuarta ocasión, que tampoco sería posible de realizar. Al chat grupal envió una foto postrada en cama, donde el techo se estaba -literal- cayendo: “casi estamos en Dinamarca”.
Difícil narrar estas historias que se viven diariamente en un país que colocó su esperanza en un presidente que prometió erradicar estas escenas que no solo no se han acabado, sino que se multiplican.