Por Sofía Guadarrama Collado
Son las 12:52 de la madrugada y estoy por comenzar mi opinión 51, o para ser más clara, mi columna número 51, número que coincide con el título de esta maravillosa página.
Hoy no hablaré de política ni de historia. Hoy quiero escribir sobre la importancia en mi vida de escribir esta columna.
Comencé a escribir mucho antes de aprender a escribir. En el búnker dentro de mi cabeza había imaginación cuando tenía cinco, seis, siete u ocho años. Difícil recordar cuántos años tenía cuando empecé a imaginar historias de manera furtiva, como si se tratara de un pecado, de una mentira o de una tontería, pues en casa no había libros ni quien me leyera uno solo.
Yo no tuve la fortuna de nacer en una familia lectora ni de crecer entre lectores. En mi mundo, a la gente con una carrera universitaria se le veía hacia arriba, con admiración y a veces con envidia. Para los marginados, la preparatoria ya es un lujo.
El recuerdo más longevo que guardo en mi memoria debe ser de cuando tenía unos ocho años. Quizá siete. Estaba en el salón de clases imaginando una historia cuando la maestra me interrumpió. Sí, aquella insolente se atrevió a interrumpir mi proceso creativo para preguntarme algo que me importaba menos que una semilla de mostaza. Y no sólo eso, con altanería me exigió que respondiera a su pregunta.
¿Y qué esperaba? ¿Que me sacara la respuesta de la manga? ¿Cómo carajos iba yo a saber de qué demonios estaban hablando en la clase? Tenía tres o cuatro años aburriéndome en las aulas escolares. En mi casa nadie me revisaba las tareas ni se preocupaba por ese sustantivo abstracto llamado aprendizaje. Y mis maestras tampoco, porque me pasaron de panzazo.
Tuvieron que pasar más de 30 años para que una psicóloga me diagnosticara Trastorno de déficit de atención con hiperactividad (TDAH).
Mi TDAH me provocó decenas de problemas no sólo en la escuela sino también en mis relaciones amorosas. Ya perdí la cuenta de las veces que alguna de mis parejas me reclamó mi falta de atención. «Es que no me escuchas». «Sí te escucho, pero me distraigo y me cuesta trabajo regresar. ¿De qué estábamos hablando?»
Mi TDAH me dificultó el aprendizaje de materias que no me interesaban (casi todas), me hizo reprobar cuarto año y decenas de exámenes. No por tonta ni por burra, sólo por distracción.
Mi TDAH me impide recordar nombres y apellidos. Si conozco a alguien y esa persona me dice su nombre es muy probable que en ese momento mi cerebro no lo registre, aunque yo salude con un mucho gusto y continúe con la plática. En cinco minutos tendré que solicitar muy avergonzada que me repita su nombre. Si veo una película debo preguntarle a mi novia cómo se llaman los actores en la vida real y los protagonistas en la ficción.
Mi TDAH me esconde las palabras. Palabras sumamente sencillas pero que simplemente se me olvidan justo cuando más las necesito. Por ello, hice una lista en mi celular de palabras que frecuentemente se me olvidan. Arbitrario, disciplina, adoctrinamiento ideológico, gremio, abyecto, omnímodo, obelisco, apología, acrílico. ¿Por qué estas palabras? No lo sé. Han de ser bien codas.
Mi TDAH me distrae mientras veo la televisión, escucho un programa de radio, cuando leo un libro, cuando escribo, cuando hablo con alguien, cuando estoy en una entrevista; incluso en los momentos de pasión. Ups. (Suspiro y exhalo). Para mí no es gracioso y mucho menos para mi pareja.
Mi TDAH me ha permitido ejercer los dos mejores oficios del mundo: la escritura y la historia. Increíblemente, la historia se me pega como chicle. La escritura es el oficio que mejor puedo ejercer, principalmente porque me encanta y nací para esto; y segundo porque me puedo distraer cuando me dé la gana: puedo leer una nota en el periódico, distraerme, atender a mis perros, regresar a mi escritorio, leer noticias, brincar a Facebook, distraerme, saltar a X, revisar mis mensajes en WhatsApp, abrir mi archivo para comenzar mi escritura, distraerme, realizar un pago bancario, distraerme, hacer una llamada, distraerme, leer un libro, distraerme, leer las noticias, aburrirme, escuchar el radio, distraerme, abrir un video en YouTube, elegir algún noticiero para escuchar, leer la nota, abrir el archivo para mi escritura, pensar que voy a escribir, revisar lo que escribí el día anterior, volverme a distraer, cerrar YouTube, contestar algún correo, poner música sin palabras, volver a mi escritura, tamborilear con los dedos sobre el teclado y así, hasta el infinito. ¡Madres! Ya son las 7:50 de la noche del día siguiente y debo enviar mi columna a Soledad.
El TDAH no es una discapacidad. Tampoco tiene relación con el coeficiente intelectual. Pero sí nos hace perfeccionistas. El TDAH no nos hace menos inteligentes. Simplemente nacemos con cientos de canales en el lado derecho del cerebro.
Esto no significa que cualquier persona que se distrae con frecuencia tenga TDAH. Tampoco que las personas con bajo coeficiente intelectual tengan TDAH. Simplemente no tienen un coeficiente intelectual alto y son distraídos.
Y como siempre me ocurre en mi escritura, me distraje y me salí del tema inicial. Les estaba contando sobre la forma en la que comencé a escribir antes de aprender a escribir. Yo creo que tenía ocho años cuando me imaginé mi primera historia completa sin escribir una palabra. Antes de eso, podía imaginar micro historias a cualquier hora.
En aquellos años yo no sabía que las historias se podían escribir, porque no conocía la literatura. Ignoraba que existía esa profesión. En 1989 mi madre me llevó de forma ilegal a Estados Unidos. Tenía 12 años de edad. No sabía inglés. En la escuela —Baker middle school— en donde me inscribió no había muchos hispanos. La escuela tuvo que asignarme una maestra sólo para mí. Al año siguiente, nos cambiamos de casa y yo de escuela. En Wynn Seale Junior High School sí había muchos más hispanos y una clase llamada ESL, English as a Second language. Para entonces yo ya había aprendido inglés.
Entonces en mi horario de clases había una llamada Reading class. Lo primero que pensé fue: «¿Clase de lectura? Pero yo ya sé leer».
Al entrar, la maestra nos informó que en su clase no habría tareas, que no era necesario llevar libros ni cuadernos y que podíamos dejar todo en nuestros lockers. La escuela asignaba libros en forma de préstamos. Para la clase de lectura nos habían dado una copia de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, escrita por Robert Louis Stevenson.
—Aquí no van a leer —anunció la profesora—. Yo les voy a leer —amenazó—. Está prohibido que se anticipen. Prohibido que lean en sus casas. —Entonces hizo magia. Logró captar mi atención durante toda la clase. Lo primero que hice al llegar a casa esa tarde fue abrir el libro y leer.
No puedo contarles la historia de mi vida completa en una columna. Terminaré compartiendo que, a principio de este año, un trío de infames (de nombre Soraya, Andrea y David) emprendió una campaña de discriminación en mi contra y me destruyó la vida. Tenía 18 libros publicados y mi carrera estaba hecha aserrín. Las personas con TDAH solemos obsesionarnos con nuestras preocupaciones y repasarlas constantemente en nuestras mentes, algo que resulta sumamente doloroso.
Una de mis actividades favoritas es nadar. Lo he practicado desde los 14 años cuando mi madre me inscribió en la YWCA. La natación se lleva de maravilla con el TDAH. Mejora las funciones cognitivas, reduce el estrés, mejora la coordinación del tren inferior y la lateralidad y ayuda a conectar los hemisferios. Puedo nadar y nadar sin distraerme con chorro mil pensamientos. Pero al inicio de este año, nadar no era tan placentero, porque únicamente pensaba en la infamia que me habían hecho. Y lloraba. Lloré mucho. No podía escribir. No tenía cabeza para escribir ni casa editorial para publicar.
Hasta que un día recibí una llamada de Pamela Cerdeira y me rescató: me invitó a escribir en Opinión 51. Gracias a esta columna pude mantener mi mente ocupada en otra cosa que no fuera el diluvio que había inundado mi vida.
Gracias, Pamela.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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