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Por Sofía Guadarrama Collado

En mis dos columnas anteriores pregunté si Donald Trump podrá detener el narcotráfico en México. Al final de la segunda respondí que no y concluí que se habla mucho de descabezar a los cárteles, pero no se habla de crear empleos y construir un verdadero programa de estudios en México.

No suelo hablar sobre mi vida personal en esta columna ni en entrevistas. Me interesa más que me conozcan por mi trabajo. Pero hoy haré una excepción, porque conozco profundamente el tema. 

En 1989 mi madre me llevó de forma ilegal a Corpus Christi, Texas. Sí, la tierra de Selena [allá le dicen Selina]. Mi madre y yo nos parecíamos tanto, que chocábamos mucho. Si viviera, hoy sería mi mejor amiga. Nos entenderíamos a la perfección. Pero en aquellos años de rebeldía, yo no estaba dispuesta a vivir bajo sus reglas ni ella a adaptarse a mi forma de ser. Así que me salí de la casa cuando tenía 16 años. 

Entonces conocí la miseria en carne propia: vivía sola en un cuarto sin baño y sin chapa. Mi vecina me prestaba su baño y la puerta de mi cuarto la cerraba con un alambre. No recibía ningún apoyo. Ni siquiera de mi madre. A mi padre, sólo lo vi una vez cuando tenía 9 años.

Mi vida se convirtió en una Montaña Rusa: conocí todo tipo de gente. Viví cosas muy malas y aprendí otras peores. Coleccioné todo tipo de experiencias, cometí muchos errores, pero también aciertos, como emprender mi primera empresa a los 18 años de edad. 

El 2 de septiembre de 1998, a las siete y cuarto de la mañana, dos agentes de inmigración tocaron a mi puerta. Preguntaron por mí y me cuestionaron: Are you a U.S. citizen?

Me arrestaron y me llevaron a una cárcel en Portland, Texas, donde me mantuvieron 15 días. De ahí me llevaron a otra prisión en San Antonio, Texas, donde estuve un mes. Finalmente, el 16 de octubre de 1998, me llevaron con el juez, que inclemente me negó cualquier posibilidad para obtener la residencia. Horas más tarde, ya estaba en autobús repleto de inmigrantes. 

Recuerdo perfectamente las últimas palabras que escuché de los agentes de inmigración: Don’t come back, «no regresen».

Tenía un dólar en la bolsa el día que los agentes de inmigración me bajaron del autobús en la frontera de los dos Laredos. No hice caso. Intenté regresar tres días después. Me descubrieron y me arrestaron cuatro días. El juez me puso una advertencia, de que, si volvía a cruzar la frontera ilegalmente, me encerrarían por 5 años. Me deportaron en la frontera de Reynosa. 

En el 2007, mi hermana me llamó para avisarme que los médicos le habían descubierto muchos tumores cerebrales a mi madre. Me pidió que fuera a verla, porque posiblemente no sobreviviría a la cirugía. 

Entonces yo daba clases en una universidad. Le pedí permiso a la coordinadora para ausentarme y me fui a la frontera. Los coyotes nos tuvieron tres noches en un motel de Camargo y un día en una casa horrenda sin luz y sin muebles. Había decenas de mochilas y ropa que los inmigrantes dejaban ahí. Nos tenían encerrados sin agua y sin comida. Y el trato era sumamente violento. Cruzamos el río poco después de las cinco de la tarde. Caminamos un par de horas y nos agarró la migra. Los coyotes salieron corriendo. 

Era viernes. Nos llevaron a un centro de detención, donde permanecí hasta el lunes, cuando me llevaron a ver al juez. El fiscal pedía 5 años de prisión para mí.

Solicité hablar con el juez y esto es lo que le dije, palabras más, palabras menos:

—Tengo casi treinta y un años, llegué a este país cuando tenía doce; hice una vida, aprendí un oficio, fui deportada hace nueve años. Tenía un futuro y lo perdí todo. Fui deportada, sin clemencia, a mi país, el cual no conocía, donde no veía posibilidades de progreso. Viví la miseria, conocí el hambre en mi propia tierra, ésa que mata de hambre —nadie en la sala hizo un sólo ruido—. Lloré mucho, mucho más de lo que se imagina; sufrí la deportación, una deportación que usted no conoce y que probablemente jamás vivirá. Lo perdí todo: mi casa, mi trabajo, mis triunfos, mi vida. Y gané mucho más de lo que anhelaba. Fue difícil y muy lento. Revivir y sobrevivir cuesta. Me eduqué: leí, estudié, compré libros, me construí a mí misma, me reconstruí, aprendí de la literatura, conseguí un empleo modesto. Cometí errores en la adolescencia, pero aprendí de ellos, pagué la factura y con intereses muy altos. Ahora tengo un trabajo, una compañera de vida, un deseo por vivir. Tengo mucho que aprender. No quiero volver a este país. No busco dólares. No me interesa. Busco mi libertad para seguir mi camino. Quiero llegar a casa. Quiero trabajar. Un día recibí una llamada: era mi hermana que anunciaba que mi madre estaba al borde de la muerte. «Tiene cáncer, me dijo, tiene muchísimos tumores en la cabeza, suficientes para matarla en un par de días». Pedí una visa y su embajada me la negó. Las leyes no siempre son justas, ni la justicia siempre es legal. No tuve otra opción. Crucé de mojada. Sí. Fue un acto ilegal. Pero tampoco fue fácil. El trayecto no es cómodo. Se sufre y mucho; usted no sabe cuánto. Ahora sólo quiero volver a mi vida. Y si eso no cuenta, mutíleme, mándeme a la cárcel los años que quiera.

El abogado se puso de pie y entregó unos papeles al juez:

—Estos son los estados médicos de su madre. Recibió una cirugía en el cerebro. Se le diagnostican pocos días de vida.

La sala permaneció en silencio total. El juez leyó detenidamente. El fiscal propuso la cárcel. El abogado pidió la absolución.

Un silencio dominó la sala.

El juez levantó la mirada, se acomodó los anteojos, se dirigió a mí y respondió en inglés:

—Siendo así y esperando que lo que dices sea verdad tu deuda está saldada. Time served.

Mi madre murió días después. La última vez que la vi fue en 2003, cuando vino a visitarme a México.  

La primera vez que me deportaron en 1998, yo no tenía idea de qué era lo que quería hacer de mi vida. 

Lo mejor que pudo hacer el régimen norteamericano por mí, fue deportarme, botarme en la frontera de los dos Laredos con un doloroso dólar en la bolsa. No pude hacer más que dejarme demoler por el infortunio del despojo; luego entre las arenas movedizas de la pobreza tuve que rastrearme a mí misma, para más tarde reconstruirme con los restos de aquella que conocí; o que creí haber conocido. Sobrevivir no fue fácil; vivir tampoco; y revivir: una labor maratónica. Recogí mis recuerdos y comencé a armar una nueva yo.

No tenía plan de vida. Pero uno de mis primeros impulsos fue comenzar a escribir mi primer libro. Tenía mucho que contar, pero muy pocas herramientas. Comencé por educarme. Leí todo lo que me caía en las manos. Estudié. Estudié mucho. Entré de oyente a la UNAM, al mismo tiempo que trabajaba jornadas maratónicas, y escribía en las noches. Terminé mi primer libro en el 2001 y lo llevé a casi todas las editoriales del país. Me rechazaron ocho años seguidos. Pero no me di por vencida. Ignoraba muchas cosas. No sabía que existían las becas del FONCA. Salí adelante sin apoyo del gobierno ni el de mi familia.

En honor a la verdad, todos sabemos que el dinero que reciben los estudiantes por parte del gobierno, no es un incentivo para que estudien, pues no está condicionado a que saquen un promedio de 8 o 9. Ya ni hablemos de excelencia académica. Es para comprar su voto, para que cuando cumplan 18 años, estén programados para ser militantes de MORENA.

Sí, mucho se ha justificado el propósito de estas becas. Me queda claro que ese dinero les ayuda a comprar útiles escolares, a pagar el transporte público o sus desayunos, pero en mi opinión y en mi experiencia personal, eso no es suficiente.

De nada le sirve a un adolescente recibir una beca cada bimestre si lo que aprende en la escuela no le servirá para ser verdaderamente exitoso en la vida. Peor aún, si cuando termine la escuela no encontrará oportunidades laborales y sólo podrá aspirar a un sueldo de ocho mil pesos al mes. ¿Para qué estudiar si pueden ganar 100 mil pesos al mes trabajando para el crimen organizado? 

Si algo aprendí de las escuelas del gobierno norteamericano es que no escatiman en infraestructura, en material académico y en programas de estudio. Todas tienen comedores enormes, canchas de beisbol, futbol y basquetbol con aire acondicionado, bibliotecas, libros, muchísimos libros. Los alumnos pueden aprender lo que quieran: música, pintura, cocina, arte, fotografía, lenguaje de señas, futbol americano, tenis, casi todos los deportes, hasta golf. Es por eso que en los Juegos Olímpicos de París 2024, Estados Unidos se llevó 126 medallas.

No importa cuántos capos sean capturados en México, mientras el gobierno mexicano no tenga una verdadera reforma educativa y no el adefesio que tenemos actualmente, llamado Nueva Escuela Mexicana, no saldremos de este infierno. 

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@SofiaGuadarramaC

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