Por Sofía Pérez Gasque
Cuando era pequeña, solía escuchar hablar del hermano de mi papá de manera lejana, con una mezcla de orgullo y dolor. A medida que crecí, mi familia comenzó a platicar más sobre él. Fue entonces cuando una historiadora, Adela Cedillo, buscó a mi padre para saber más sobre “Alfonso”.
¿Quién era Alfonso? En mi mente joven, no lograba entenderlo.
“Alfonso” resultó ser mi tío, Raúl Enrique Pérez Gasque, a quien, para honrar su memoria, le dieron su nombre a mi hermano.
“Raúl Pérez Gasque, quien tiene el nada ostensible título de ser el único desaparecido yucateco de la guerra sucia mexicana”, decía Adela Cedillo.
En 1968, mi tío apoyó el movimiento estudiantil en la Ciudad de México. Por su cuenta, realizó trabajo social entre las comunidades indígenas cercanas a Mérida, donde fue apodado «El Santito». Tras la represión del movimiento estudiantil, pasó a la clandestinidad y se unió al Ejército Insurgente Mexicano. Más tarde, participó en la fundación de las Fuerzas de Liberación Nacional y del Núcleo Guerrillero Emiliano Zapata.
El 1 de diciembre de 1973, contrajo matrimonio revolucionario con Elisa Irina Sáenz Garza, conocida como «Murcia».
Se especializó en topografía y elaboró diversos planos de las cañadas, los cuales cayeron en poder del ejército al comenzar la Operación Diamante en 1974. Protagonizó dos enfrentamientos con elementos del 46° y 57° Batallones de Infantería. El 21 de marzo de 1974, fue detenido junto con su esposa por ejidatarios de Santa Rita, municipio de Ocosingo, Chiapas, quienes los entregaron al ejército.
Fueron trasladados por vía aérea al Campo Militar No. 1, en la Ciudad de México, donde fueron interrogados y desaparecidos. El último registro que se tiene de ellos corresponde al 9 de abril de 1974, fecha en la que la Dirección Federal de Seguridad elaboró su ficha signalética.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) acreditó su desaparición forzada en el año 2001.
Este es el legado de mi tío Raúl, un hombre cuyo recuerdo sigue vivo en nuestra familia y en la historia de nuestro país.
En el contexto de la guerra, los actos de violencia y represión se manifiestan de diversas formas, entre ellas, la desaparición forzada de personas. Lo más doloroso para las familias de los desaparecidos es la incertidumbre, la constante duda de si sus seres queridos siguen vivos o si su destino es la muerte. Esta ausencia de certezas convierte la espera en un tormento interminable, donde lo invisible —el destino incierto de los desaparecidos— se entrelaza con lo visible: las cicatrices en el alma de quienes esperan, la impotencia y el dolor profundo de no poder cerrar un ciclo de vida.
La desaparición forzada es un acto que no solo quita la vida física de la persona, sino que también despoja a sus familiares de la paz y la esperanza. Mientras los responsables de estos actos se mantienen en la sombra, las familias continúan su batalla en la penumbra, entre la espera y la desesperación, buscando respuestas, justicia y, sobre todo, un lugar para la esperanza.
En esta lucha, lo invisible se convierte en el principal enemigo, un vacío que solo puede ser llenado con verdad y dignidad.
La base de datos de la Comisión Nacional de Búsqueda señala que los desaparecidos que no han sido localizados hasta este lunes son unos 115 mil 584 en México.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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