Georgina no era la persona más cercana a mí. De mente conservadora y siempre preocupada, me hacía sentir culpable en los primeros 30 segundos de mi visita por no cuidar de mi familia como se debe. Te ves muy cansada; qué pena que tienes que trabajar tanto. Ganas de no haber venido.
Por eso mis visitas no eran tan frecuentes: sus ideas del orden familiar, de quién debiera ser el proveedor y el rol de una madre en casa contrastaban con las mías, y para no acabar en pleito muchas veces pasé frente a su puerta sin tocar, a pesar de saber que después de los 90 el tiempo que le quedaba eran minutos extras.
Tata se murió hace una semana, con 99 años cumplidos, porque conforme a las leyes de la naturaleza le llegó su tiempo.
Pero en 42 años de convivencia hubo más cosas buenas que desagradables. La última fue la conversación que tuvimos hace unos días sobre su propia muerte. El doctor le advirtió que podría suceder cualquier día, que sería una muerte tranquila, que el corazón sólo dejaría de funcionar.
Mientras me explicaba parecía contenta, a diferencia de cuando se trataban de mí las conversaciones; ahí todo era preocupación sobre el presente y el futuro. No es que quisiera morirse: tenía planes para el verano porque era una persona autónoma financiera y mentalmente, con cierta movilidad. Así se debe morir una: sin angustiarse.
Tata estuvo en mi primer parto como si fuera mi madre, porque mi mamá estaba de viaje. Diligente a los 89 años junto a mi cama en el hospital, sentadita y bien arreglada, no se fue de mi lado hasta que llegó mi madre, porque entonces ya todo estaba en orden. Pienso en la idea de que una es hija de su abuela muy seguido, desde hace años, porque cuando nace tu madre ya tiene todos los óvulos que madurarán en su vida y que de una de esas células nacerá la nieta. Por eso una es hija de su abuela. Es algo fascinante para mí porque no me parezco a mi abuela.
Y así de diferente, ahora que no está, veo que Georgina me enseñó algo importante: una se reinventa según la necesidad y las ganas. De joven fue una mujer que en los años 50 del siglo XX tuvo que trabajar; era ya “grande” cuando se casó, pero logró enmendar el camino y se convirtió en una señora de su marido.
Perdió una hija pequeña y eso marcó su forma de ser madre y abuela; el estrés postraumático la condicionó a preocuparse 24/7 por el bienestar de su descendencia. Sin muchos recursos personales, asumo, su forma de hacer algo para cuidarnos era preocuparnos a nosotras también y mandar decir misas.
Pero tan pronto dejó de tener hijos en edad escolar se fue al campo. Pasó de ser señora de alguien a ser la gringa del Safari en un pueblo quesero. Cortó colas de borreguitos recién paridos, cambió sus manos cuidadas de señora citadina por unas que sembraron muchas hectáreas de árboles frutales, cocinó infinidad de platillos indigestos en las navidades y limpió a sus nietos pequeños de lodo y vestigios de malestares estomacales.
Después se enfermó de un cáncer agresivo; se despidió de todos en un simulacro de muerte, pero pasaron 20 años y perdió 20 kilos, enterró a su marido, viajó alrededor del mundo, se mudó a dos diferentes casas de descanso, salió de ambas mentando madres, se instaló en más de un nuevo departamento. Siempre encantadora, siempre un dolor de cabeza para su prole porque había que cuidarla de su propio desapego, pues rayaba en la irresponsabilidad.
Ahora que lo veo con tantita distancia, vivió tanto porque tuvo muchas ganas de pasarla bien, de disfrutar el viaje. Tal vez no fuimos tan diferentes. Y tal vez la culpa que me hacía sentir por no entrar en su esquema, igual que la preocupación que me transmitía cada vez que la visitaba, siempre fue mía y no de ella. Tal vez yo temía defraudarla por vivir mi libertad, por mis relaciones de pareja, por mi intensidad para trabajar. Y seguramente mi vida le parecía más divertida de lo que le gustaba admitir, y posiblemente hasta se alegraba por ello.
La semana pasada, sin embargo, en esa última conversación en la que me explicó que tal vez cuando volviera de mi próximo viaje ella ya no estaría ahí me dijo estar orgullosa de mi trabajo. Algo avanzamos en 42 años.
Hasta siempre, Tata.
@Sofia_RamirezA
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