Document

Hay varias formas de dividir conceptualmente al mundo: norte-sur, ricos y no ricos, los que tienen una selección nacional de futbol y los que no. Una forma de hacerlo es entre quienes contaminan pero tienen estrategias para disminuir el daño y quien contamina y no puede o no quiere hacerlo.

Quienes contaminan pero mantienen compromisos públicos de sustentabilidad, gobernanza y responsabilidad con el entorno necesariamente tienen dos características: le meten dinero a esa estrategia de mitigación, pero también a la tecnología, a la transparencia en sus cuentas tanto de emisiones como de estados financieros. Esa transparencia las hace invertir en procesos que mejoran la eficiencia de su gestión, producción y comercialización. No son las empresas más redituables en el mundo, porque dedican recursos reales a limpiar un poco de lo que ensucian y hacen compromisos para mitigar el calentamiento global, tales como invertir en energías más eficientes y menos contaminantes: eólica, solar, nuclear –todas con sus asegunes, todas con sus riesgos–.

Generalmente son compañías del norte global, occidentales, europeas, estadounidenses, canadienses. Por supuesto, no son impolutas. Tienen importantes escándalos por contaminar y por corromper a funcionarios en los países del sur global, donde los gobiernos no tienen la capacidad ni la voluntad de supervisarlas, y donde es barato monetaria y políticamente sobornar a altos funcionarios. Basta recordar casos como el que la británica Shell y la italiana Eni triangularon pagos indebidos a una empresa petrolera nigeriana, propiedad de un exprimer ministro del país, en detrimento de las consumidoras y contribuyentes nigerianas (2018), o donde Shell estuvo vinculada con las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el gobierno de personas de la tribu ogoni que se oponían a la operación de Shell en su territorio (2012).

Los costos, sin embargo, son enormes para esas empresas en sus propios países de origen. Los y las consumidoras las dejan de consumir, los grandes socios anuncian terminaciones anticipadas de alianzas, los gobiernos les retiran concesiones, estímulos, permisos, y se les imponen multas millonarias: 60 mil MDD a British Petroleum por el derrame de petróleo en el golfo de México en 2010, tras varias sentencias de juzgados en EUA.

Entre quienes contaminan pero no limpian están dos grupos distintos: los que invierten y son eficientes, y los que no.

Por un lado, están las empresas de países del Medio Oriente –economías hiperdesarrolladas a partir de la extracción de petróleo, con una riqueza sin parangón y una débil separación entre Estado y líderes económicos–. Esas enormes economías en pequeños territorios y con grandes reservas de petróleo y otros hidrocarburos tienen más petróleo del que podemos consumir en el mercado global, y por eso siguen inundando al mundo con crudo, presionan su uso y su consumo.

Son extractores de petróleo y gas, y productores eficientes de combustibles; no invierten mucho en limpiar el mundo que ensucian, pero tienen prisa por extraer mucho petróleo, y para ello están invirtiendo de manera permanente en cómo hacerlo lo más eficientemente y, por consiguiente, menos onerosamente posible. Son empresas altamente redituables. En ese círculo virtuoso se mitigan algunos de los impactos del calentamiento global, como es la captura de los gases que salen de la tierra, como el metano, la refinación se hace más rápida, ágil, y todo ello a costos cada vez menores.

Estas superpotencias petroleras saben que el futuro no puede ser movido por chapopote porque el calentamiento global es real –hay muchas inversiones en curso en tecnologías limpias– y porque así es la evolución de la humanidad: siempre en movimiento. Lo interesante es que al menos por ahora tienen mucho poder económico en tanto la transición a la generación de energías no fósiles se concreta. La buena noticia es que, antes de que el petróleo se acabe, estaremos usando otras formas de enfriarnos y calentarnos, según The Economist, y el petróleo será de quienes hayan logrado encontrarlo, sacarlo y refinarlo al menor costo. Así que el poder de contaminar de los países petroleros –que ensucian y no limpian– está teniendo importantes beneficios colaterales.

Finalmente, están los países de niveles de desarrollo medio o bajo. Son economías que tienen democracias donde al electorado le preocupan cosas muy importantes, de vida o muerte, como la seguridad pública, el aumento en la pobreza, el hambre por el encarecimiento del precio de los alimentos, la depreciación de su moneda, la falta de ingresos en el hogar para que alcance; la migración, las remesas. Nada que no hayamos oído en las noticias hoy, ayer o la semana pasada en México.

Las empresas de energía de estas economías generalmente son estatales, administradas por entes gubernamentales que responden a lógicas políticas o a la imperante necesidad de poder financiar el gasto público con sus ingresos, como Pemex y CFE. Y las empresas privadas –muchas de ellas de capital extranjero– que operan en estas economías tienen que vincularse con los gobiernos de una forma peculiar.

Si bien en muchos países no enfrentan controles suficientes, en otros reciben trato discriminatorio por parte de la autoridad –como en México– porque el gobierno quiere que artificialmente sus empresas tengan éxito, a costa de todas las consumidoras y de todas las habitantes que respiramos aire sucio en el país.

Las empresas de energía de las economías menos desarrolladas contaminan mucho en cada proceso por falta de inversión en investigación, tecnología y desarrollo; por falta de esquemas de rendición de cuentas, porque existen miles de problemas más urgentes que la ciudadanía les demanda a sus líderes en turno: menos violencia, más empleo, menos inflación, más comida.

El daño al medio ambiente palidece entonces frente al resto de las demandas. No importa que talen la selva si así se construye un tren para el desarrollo turístico de la región, como ocurre con el apoyo mayoritario de la ciudadanía a la construcción del Tren Maya. No importa que la refinería de Dos Bocas, en Tabasco, acabe con un manglar y se inunde cada año –total, cada vez llueve menos–. No importa que esa refinería cueste siete veces más de lo que nos dijeron que costaría (no estoy exagerando: en el ejercicio fiscal 2021 los diputados aprobaron 45 mil mdp y el gobierno acabó gastando más de 316 mil mdp sólo ese año), ni que no refine nada porque no se invirtió en exploración y extracción de petróleo, y pues no hay mucho que refinar. No importa que no haya un plan para tener energía suficiente y la Secretaría de Energía no promueva el uso de energía renovable con miras al 2036 o que los costos que enfrenta CFE no permitan que exista inversión, según documenta Rosanety Barrios.

Las empresas de energía en el mundo se dividen entre quienes limpian lo que ensucian, quienes invierten en ser más eficientes y en las que sólo son caprichos del gobierno en turno, que no son eficientes ni efectivas en lo que hacen, pero cuestan un dineral. Y ensucian. Como Pemex y CFE.

@Sofia_RamirezA

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


Más de 150 opiniones a través de 100 columnistas te esperan por menos de un libro al mes. Suscríbete y sé parte de Opinión 51.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.