El 18 de septiembre de 1985 el sacerdote Ramón Alberto Durazo Moreno se comunicó con su amigo. En la grabadora del teléfono quedó el mensaje a través del que le hacía saber que se encontraba en la Ciudad de México hospedado en el hotel Regis, en la habitación 644.
La llamada buscaba el encuentro para desayunar al día siguiente; nunca pudo ocurrir. Sin embargo, ese dato fue fundamental para –en medio del caos– dar con los restos del sacerdote siete días después.
El día que rugió la tierra y lloró la sierra, así tituló el maestro Israel Moreno la crónica que publicó con referencia a lo que le tocó vivir de manera directa a partir del 20 de septiembre de 1985 y durante los días posteriores.
El padre Ramón Alberto Durazo era originario de Granados, Sonora, una población que apenas sobrepasa los mil habitantes y que es referente en el norteño estado por el número de sacerdotes y religiosas que son nacidos en el pequeño poblado, que apenas se aproxima a los 200 años de su fundación. La tradición oral recrea el momento aquel en que unas personas de ese municipio ayudaron a un jesuita a cruzar el río que estaba muy crecido; al llegar al otro lado el religioso les pidió que se pusieran de rodillas para darles una bendición especial a través de la cual les aseguraba que siempre habría un sacerdote en el pueblo. 30 han sido ordenados durante este tiempo y por lo tanto la proporción per cápita es considerable.
Cuando se registró el sismo del 85 solo algunas familias del lugar tenian acceso a la débil señal de televisión que veían en receptores a blanco y negro. La noticia que llegó durante el día 19 a la familia del sacerdote recorrió rápidamente las poblaciones serranas que tenían poco o nulo acceso a dispositivos de comunicación.
Y es que el amigo que recibió la llamada, al ver que el hotel Regis había quedado reducido a escombros de los que solo se esperaba encontrarse con la muerte, se comunicó de inmediato a la Diócesis de Ciudad Obregón y alertó de la posible tragedia que estaba a días de confirmarse.
El maestro Israel Moreno fue parte del grupo de familiares del padre Durazo que se trasladaron a la Ciudad de México para estar pendientes de las labores de búsqueda.
Mientras los días pasaban, la esperanza –que se asociaba solo con la posibilidad de un milagro– se esfumaba y la angustia de familiares, amigos y la feligresía que tanto lo seguía crecía y se multiplicaba. De hecho, en la crónica se apunta que el día 21 de septiembre por la noche un grupo de rescatistas alemanes acompañados de binomios caninos y sofisticados equipos, después de analizar la escena y revisar los registros que la tecnología les proporcionaba, dieron a conocer que no esperaban encontrar ya a nadie con vida.
Fue hasta la noche del 25 de septiembre cuando le tocó el turno a la habitación 644; primero se descubrió el número de la puerta y el libro de liturgias del sacerdote; horas después, los familiares y rescatistas estuvieron ante los restos de una persona que guardaba las características físicas del padre Durazo: un hombre corpulento de estatura cercana a los dos metros.
Un miembro de las brigadas de rescate detectó el siguiente dato que no dejó lugar a dudas. Israel Moreno recuerda que el hombre dijo: “Esta persona debió ser marinero porque en la cadena trae un ancla”. Entre otros se encontraba también en el lugar el entonces obispo de la Diócesis de Ciudad Obregón, Luis Reynoso Cervantes, quien le precisó: “Se equivoca, es la paloma del Espíritu Santo, es el sacerdote que estamos buscando”.
Siguieron después los procedimientos que se requieren en tales circunstancias y días después los restos fueron depositados en la población serrana. El acontecimiento cimbró el ambiente de los pobladores de la sierra, que desde varios rincones acudieron a dar el último adiós a uno de los suyos.
@SoledadDurazo
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