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Por Stephanie Henaro

En la Plaza de San Pedro ya se acomodan las sillas. Se prueba el sonido, se alistan las cámaras, se afilan los discursos. El funeral de Francisco será el sábado, pero el mundo ya empezó a despedirse. No se trata solo de un rito religioso: es una escena de poder.

Mientras presidentes, monarcas y diplomáticos se alistan para asistir, México ha optado por lo que últimamente mejor le sale: ausentarse.Ni Claudia Sheinbaum, ni el canciller Juan Ramón de la Fuente. La representación recayó en Rosa Icela Rodríguez, secretaria de Gobernación. Y el gesto —que en diplomacia nunca es neutro— habla por sí solo.

Los funerales de figuras como el Papa Francisco no son solo eventos litúrgicos. Son mapas en movimiento. Allí no solo se honra al muerto: se posiciona al vivo. Y México, esta vez, decidió borrarse del encuadre principal.

Francisco fue mucho más que un líder espiritual. Fue un actor político global, un jefe de Estado que habló desde el sur con voz universal. Un Papa que criticó al capitalismo salvaje, que intercedió en procesos de paz, que defendió a los migrantes cuando otros construían muros. Su despedida no es sólo un duelo: es una reconfiguración simbólica del escenario global.

En ese escenario, cada silla vacía dice algo. Y la nuestra no solo está vacía: fue cuidadosamente asignada a alguien que no es parte del cuerpo diplomático, sino del aparato de seguridad interior. ¿Por qué Rosa Icela y no el canciller Juan Ramón de la Fuente? ¿Qué mensaje manda un país que responde al llamado de Roma con su mano dura y no con su rostro exterior?

La decisión se vuelve aún más elocuente cuando se recuerda que, en plena campaña presidencial, Claudia Sheinbaum viajó al Vaticano para encontrarse con Francisco. Lo mismo hizo su contrincante, Xóchitl Gálvez. Ambas entendieron que una imagen con el Papa no solo otorga bendición: ofrece legitimidad. En campaña, esa validación se buscó. En el poder, se relega.

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