Por Susana Moscatel
Desde que tengo uso de razón amo al cine y todo lo que tiene que ver con él. Cuando era muy pequeña los cines en México no sólo eran inmensos, sino que tenían una especie de rampa debajo de la pantalla donde los niños jugábamos, de preferencia antes de la función y en el intermedio. ¡Sí! Había intermedio, con todo y palomitas rancias y dulces que el sindicato arrastraba por semanas hasta que se vendieran todos a sobre precio. Salíamos de las grandes películas y había miles de vendedores con mercancía inventada por ellos en la banqueta haciendo su domingo. Así es como acabé con mi espada láser pirata, la cual me causó una terrible discusión en la escuela (eran tiempos de El Imperio Contraataca) y me mandaron al lado oscuro de la recreación en el recreo.
Como a los cinco años me dejaron de llevar al cine hasta que tuve un poco (solo un poco) más de control sobre mis impulsos los cuales consistían en correr hacia la gigantesca pantalla y brincar, brincar, brincar para tocar a los personajes. Y aunque en mi casa no les interesaba mucho las ceremonias de premiación, más temprano que tarde se dieron cuenta que el Oscar se veía si yo estaba ahí. ¿Cómo es que me enteraba cómo, cuándo y dónde antes de los diez años? No tengo idea. Pero quería saber todo.
Por ello nadie que me conociera se sorprendió cuando acabé cubriendo, traduciendo en vivo, reporteando y viendo absolutamente todas las películas en cada ceremonia. Tengo un grupo de amigas, que son como hermanas, con quienes he compartido la experiencia y de pronto se volvió la incógnita año con año ¿Iremos de nuevo al Oscar?
Poco antes de la pandemia cambió el equipo de producción y dejé de participar, después de doce años con la transmisión oficial de la televisora que tiene los derechos del Oscar en México. Se me rompió el corazón. Cinco minutos. Y luego me di cuenta de que era otra era. Que podía estar feliz de lo ya hecho y no por no seguir haciéndolo me podrían robar esa alegría. Es un asunto tan público, eso de la maldita televisión abierta, que por un momento, algunos años, se me olvidó todo lo que les conté al inicio de este texto. Como y cuanto amo al cine.
Por un rato ya se trataba de que me quedara espectacular el vestido. De no permitir que los insultos de quienes no quieren una ceremonia traducida o comentada (muy válido) afectaran mi estado de ánimo. De que no se me fuera un chiste o un mal tiro de cámara. De respetar los silencios y saber cuándo abrir la boca. Vaya, creo que por un rato, por más amor que le tengo al trabajo, la preocupación era más de salir con “saldo blanco” de la ceremonia, con mis emociones intactas. Con mi ego no dilapidado por cualquier error. Al mismo tiempo se desarrollaban a paso agigantado las redes sociales y la interacción, usualmente no la más amable, volaba más rápido que los premios. Bautizo de fuego, mi primera ceremonia con Twitter abierto. Mi compañero mencionó que la cinta “La Teta extraviada” se llamaba “La Teta asesina”, ambos nombres curiosos para una cinta y 13 años después me lo siguen reclamando. Gajes del oficio. Gajes desagradables pero absolutamente insignificantes.
Pasó la pandemia, regresaron las transmisiones, la vida real nos pasó a muchos por encima y en mi mente ser parte de esta fiesta del cine ya era un lindo recuerdo de otros tiempos. Tiempos que no volverían más. El mundo, por las pérdidas reales, las guerras cercanas, la salud de muchos seres amados, de pronto ya no tenía nada que ver con las fantasías de Hollywood. Ni con lo superficial que resulta tratar de proyectar perfección, seas reportera, publirrelacionista o nominada. El Oscar inventó los filtros de Instagram antes de que existieran las redes sociales.
Pero este año regresé. Regresé como reportera de mi medio de comunicación, no como parte de la transmisión. Regresé porque hace años no había tan extraordinarias cintas y quería celebrarlas de cerca. Regresé porque tuve apoyo increíble por todos lados. Y fue la experiencia más reveladora que he tenido en mucho tiempo. La tensión política, las manifestaciones por las guerras, los discursos controvertidos y en muchos casos necesarios, en otros incomprendidos desde el estrado se entienden mejor cuando no tienes que traducir todo en tiempo real. Y vaya que había divisiones políticas en esta ceremonia. Yo observé. ¿Saben qué aprendí? Que si bien estas ceremonias pueden parecer la epítome de lo frívolo al final de cuentas están celebrando al arte y dándole una plataforma mundial a voces que no la tendrían. Lo mismo con los temas de las películas más galardonadas. El terror atómico, una mujer descubriendo al mundo sin los límites impuestos por la sociedad, el robo y el crimen contra los nativos de las tierras, la guerra en Ucrania, las lecciones del Holocausto. ¿Suena denso? No se preocupen, en el mejor momento posible sale Ryan Gosling a cantar I´m Just Ken y las carcajadas y el alivio y la desbordada alegría en rosa nos regresa a la realidad del mundo y del cine. Hay tiempo para llorar y hay tiempo para celebrar. Estos días todo parece ser al mismo tiempo y bendigo al cine por recordármelo de manera tan contundente. Y no, por más que me hubiera gustado en ningún momento tuve la oportunidad de correr al escenario y tocar la “pantalla” de la vida real como la niña que aun soy hubiera exigido.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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