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Por Teresa Parrales

Tengo años conflictuándome entre mi -selectivo- amor por los animales y el hacerme de la vista gorda cuando la buena gastronomía los incluye en mi plato.

Leí algunas reseñas a medias, lo escuché nombrar en uno que otro podcast y me negaba a caer en él. No quería ser víctima de la mercadotecnia o de la moda literaria (aunque la verdad es que evitaba el tema). Pero, por supuesto, Cadáver exquisito terminó encontrándome.

Soy —¿o era?— esa persona que llora casi todas las noches viendo videos de perros abandonados, mutilados, abusados y sin hogar; videos de refugios alrededor del mundo clamando por ayuda con alimento, productos de limpieza y recursos para esterilizaciones masivas; firmando peticiones de Greenpeace y reposteando cualquier avance en leyes de cualquier país que vele por la dignificación de los animales como seres sintientes… claro, mientras los fines de semana hago un festín en mi mesa en donde el protagonista es un buen trozo de carne cocinado a la perfección o cualquier día entre semana le entro sin culpa a un buen trío de tacos al pastor.

Hipócrita, pues. O incongruente, si quiero suavizar el autoinsulto.

Quiero creer que, si en lugar de animales la única carne disponible fuera humana, mi asco y mis principios me lo impedirían.

Pero, ¿qué pasaría si el mundo, el sistema y los gobiernos normalizaran la existencia de dos tipos de humanos? Los que comen y los que son comidos. Los que son reproducidos en serie, criados, llevados al matadero y a la industria de procesamiento de carne humana, por supuesto legalmente porque criminales no vamos a ser, ¡ya solo nos faltaría eso! Y… los que somos de otra categoría porque sí somos pensantes, sintientes y elegidos por quién sabe quién para terminar con la vida de muchos más con el único fin de satisfacernos.

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