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Por Teresa Parrales
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Lo tuve muy claro siempre, o casi siempre. He de confesar que como a muchas, dio vueltas por mi cabeza la duda… ¿Qué pasa si llego a cierta edad y me arrepiento de no haber tenido hijos? Pero salvo esos muy pocos momentos de duda, siempre lo supe.

A diferencia de muchas historias que escucho, creo que para ser de mi generación fui muy afortunada porque mis papás nunca esperaron un nieto que saliera de mí, pocas veces me preguntaron cuándo me «iba a animar», y aunque sucedió, también fueron pocos los que se atrevieron a condenarme asegurando que jamás conocería el amor verdadero, pero sí muchas, muchísimas veces me han observado ojos juzgando y me atrevo a decir que cuando era más joven además de juicio había incredulidad en esas miradas y hasta rechazo, porque la respuesta ha sido genuina: no me gustan los niños y no quiero tener que compartir mi tiempo, mi dinero y mi energía con ningún otro ser. Ojo, esto no quiere decir que odie a los infantes ni mucho menos, simplemente no tengo afinidad hacia las actividades que incluyan niños por alguna extraña razón o tal vez soy extremadamente egoísta.

Mi historia sobre no ser mamá en tres momentos:

Uno.

Pasaron tal vez dos años desde que comencé mi relación más formal cuando me vi en la necesidad -al verlo que se emocionaba con cuánto bebé tenía enfrente- de decirle, o no sé si la palabra es advertirle, que conmigo no habría pañales ni biberones nunca. Creo que me creyó a medias en ese entonces o poco le importó.

A los casi cinco años de relación me hizo la gran pregunta acompañada de anillo, música de fondo y como una decena de amigos cercanos de esos tiempos, y entonces, en lugar de gritar un ¡sí! feliz y emocionada tuve que pedirles a los testigos de dicho momento, que aguardaran un segundo.

— Sabes que no quiero y no voy a tener hijos, ¿verdad? ¿Estás seguro que quieres casarte conmigo?

-Momento incómodo y silencioso-

— Sí, sí. Yo quiero estar contigo y no me importa que solo seamos nosotros dos.

— ¡Entonces, sí!

Me voy a ahorrar todas las anécdotas entre nosotros dos después del fiestón en donde, él la mayoría de las veces, y yo, un par tal vez, trajimos el tema a colación. De mi lado fueron dos momentos clave; cuando llegué a los treinta y cuando me acercaba peligrosa y felizmente a los cuarenta, pero al final la respuesta fue no.

Dos.

En otro momento de mi vida me vi como una especie de salvadora -estúpidamente- y consideré muy seriamente adoptar, pero no adoptar en un contexto cualquiera. Resulta que vi una película llamada First, they killed my father y me conté el final maravilloso de una historia en donde podría cambiarle la vida a un niño huérfano de guerra. ¿Quién me dijo que soy una especie de diosa cambia destinos? ¡Cuánta soberbia!

Evidentemente el origen de ese plan mental era el incorrecto: no quería maternar de ninguna manera, simplemente creí poderle cambiar la vida a un ser que nada tendría que agradecerme solo porque me conmovió hasta el alma esa película. Conclusión: idea desechada y directo a atenderme el complejo de superioridad.

Tres.

Precisamente entre los años de mayor incertidumbre sobre al menos congelar mis óvulos, tuve una oportunidad no buscada de «no arrepentirme». Contra todos los pronósticos y cuidados, el destino convirtió mi cuerpo en portador de vida … no niego que me conmoví, que derramé varias lágrimas de emoción y miedo, y que lo consideré por un momento, pero pasado el cóctel de emociones, lo volví a tener muy claro y decidí no continuar con aquel inesperado embarazo. Cuando lo sabes, aunque sea una decisión difícil, haces lo que dictan tu mente y tu corazón.

No, no todas vinimos a ser madres y está bien.

No, no tienes que serlo si no es por las razones correctas y desde mi punto de vista cada quien decide cuáles son las propias.

No, no me arrepentí nunca.

Extra.

Lo que sí me cuestioné mucho tiempo fue de dónde vino mi negativa desde siempre y creo saber por fin cuándo tomé la decisión. Tendría unos nueve o diez años cuando le pregunté a mi abuelita a quién quiere uno más, si a sus hijos o sus padres y me contestó como buena madre que el amor hacia los padres es inmenso, eterno, infinito pero que el amor a los hijos no tiene comparación y que no hay amor más grande que ese.

Para mí, no hay amor más real que el siento por los dos que me dieron la vida, no puedo compararlo contra otros que no sentí y no lo cambiaría por nada del mundo.

Tengo cuarenta y cuatro años. Así, sin faltarme nada soy inmensamente feliz siendo parte de una familia de dos humanos y cinco perros y no, no considero a mis compañeros canes como hijos porque aunque sorprenda o decepcione a algunos, las que decidimos NO ser madres, no andamos buscando el título en ninguna parte, ¡créanme!

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@parralina

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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