Por Veka Duncan
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/202.08

Ayer miles de mexicanas vimos a Ifigenia Martínez representar el eslabón entre el saliente presidente Andrés Manuel López Obrador y la presidenta electa Claudia Sheinbaum. La imagen de esta líder política e intelectual de las izquierdas mexicanas, parteaguas para tantas generaciones de mujeres, entregando la banda presidencial a la primera mujer que asume el mayor cargo del país fue sumamente poderosa. El camino a este hito no ha sido fácil; vale la pena recorrerlo brevemente para brindarle contexto a este día histórico.

En este 2024 estamos conmemorando el año de Felipe Carrillo Puerto, asesinado hace exactamente 100 años. Su muerte dilapidó uno de los proyectos más progresistas emanados de la Revolución y, con ello, también uno de los avances más significativos en materia de igualdad de género en el país. Durante su tiempo al frente de la gubernatura de Yucatán, Carrillo Puerto no sólo fue el primero en legalizar el aborto, sino también impulsó la causa de su hermana, Elvia Carrillo Puerto, del sufragio femenino. Así, en 1923 ella, junto con Raquel Dzib Cicero y Beatriz Peniche Barrera, se convirtieron en las primeras mujeres en ser electas en México, y fueron diputadas al congreso local. Con la muerte de su hermano el sueño se quebrantó y fueron obligadas a renunciar a sus cargos. 

El voto de las mujeres fue una de las mayores deudas de la Revolución mexicana, un ingrato reconocimiento a lo que ellas dieron al movimiento. Esto se hizo aún más patente durante la presidencia de Lázaro Cárdenas. A pesar de su popularidad y enorme apoyo de la ciudadanía – claramente demostrado tras la expropiación petrolera – el sufragio femenino fue una bala que a la mera hora no se quiso jugar. En 1937, la reforma al artículo 34 de la Constitución se aprobó en el Congreso y en el Senado, con lo cual se legalizaba el derecho de las mujeres a votar y ser votadas; sin embargo, Cárdenas nunca hizo la declaratoria, enterrando con ello el asunto. Consideremos que Ifigenia Martínez nació en esta misma década. 

Se cree que la negativa del presidente a comprometerse de lleno con la causa se debió a una idea muy arraigada en la época de que las mujeres eran más conservadoras, por lo tanto, más propensas a votar por los candidatos de la derecha; en ese momento, se trataba de Juan Andreu Almazán, fuerte adversario para el gallo de los caudillos de la Revolución. Un argumento similar fue usado desde el siglo XIX en contra del sufragio femenino alrededor de todo el mundo: dado el derecho a ejercerlo, las mujeres votarían por quien sus maridos les dijeran. Sorprendentemente, estas ideas siguen muy presentes. 

El año pasado se cumplió el 70° aniversario de que las mexicanas adquiriéramos plenos derechos políticos con el voto. No fue hasta casi 30 años después que una mujer asumió una secretaría de estado, en 1980. Esto significa que nuestras abuelas – e incluso madres – nacieron sin esa plenitud de derechos y estoy segura de que muchos de quienes leen esta columna nacieron sin que hubiera una sola mujer en el gabinete presidencial. Ahora, miles de niñas verán la presencia de una mujer en la silla presidencial como algo normal. Eso es lo que hace tan simbólica la investidura de ayer: se trata de representación. Una imagen tiene así el potencial de cambiar la realidad, nos muestra lo que de otra manera no creeríamos posible.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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