Por Veka Duncan
A partir de que las protestas organizadas en torno a causas feministas son cada vez más contestatarias – ya sea en el marco del 8M, del Día de la Eliminación de la Violencia de Género (conmemorado el 25 de noviembre) o cualquier otra fecha significativa – se ha vuelto más frecuente escuchar tanto en las conversaciones cotidianas como en redes sociales una frase: así no. Estas palabras suelen pronunciarse con mayor contundencia cuando el tema abordado son las pintas, pero no exclusivamente, también es común escucharlas ahora que, desde el movimiento MeToo, el mes de marzo también enmarca la colocación de tendederos para denunciar violencia de género y acoso sexual, sobre todo en instituciones académicas. Para quienes con tanta certeza saben cómo sí se debe manifestar un agravio o una causa, pareciera que existe una suerte de Manual de Carreño de buenas formas de protesta basadas en los principios de la civilidad y la educación, como si el reclamo por nuestros derechos se tratase de una cuestión de modales – como a la hora de sentarse a la mesa.
A menudo en estas fechas me piden opiniones sobre la cuestión, particularmente cuando de nuestras herencias culturales se trata, como monumentos e inmuebles históricos. Como historiadora del arte desde luego que mi primer instinto es siempre la conservación de ese patrimonio que es de todos, pero tampoco me parece que como profesionales del ámbito cultural debemos caer en la insensibilidad de priorizar las piedras por encima de la vida. Todos lo sabemos: las pintas que año con año aparecen en las estatuas son la reacción a una realidad en la que la vida e integridad de las mujeres peligra cotidianamente. Ante el miedo, la impunidad, la desesperanza y el duelo, unas frases en aerosol resultan, realmente, poca cosa. Y como muchxs han señalado también, los monumentos se restauran, las vidas no.
Más allá de este debate – sinceramente, un poco desgastado ya –, vale la pena mirar el fenómeno con más profundidad y para ello la historia ofrece una perspectiva fundamental. La museóloga Stacy Boldrick me parece quien mejor ha entendido las implicaciones de este tipo de expresiones de protesta recientes (tanto las feministas que vemos en México, como las decoloniales que han tumbado estatuas alrededor el orbe), enmarcándolas como parte de un fenómeno mucho más amplio: la iconoclasia, es decir, un rechazo a las imágenes e, incluso, la destrucción de las mismas con fines ideológicos. En su libro Iconoclasm and the Museum (Routledge, 2020), Boldrick argumenta que esto ha sido una parte intrínseca de la historia del arte, particularmente de los museos, por lo que ver este tipo de actos simplemente como vandalismo no nos permite comprenderlos a profundidad. La iconoclasia tiene implicaciones sociales y políticas que van más allá de una pinta arbitraria. Consideremos, para empezar, una cosa: los monumentos y los grandes palacios históricos son, de alguna manera, una puesta en escena del poder en el espacio público.
En otras palabras, son la representación del estado; el mismo que ha sido omiso ante la violencia que día con día vivimos las mujeres. Su intervención en el contexto de las protestas es, entonces, simbólicamente mucho más que solo una pinta.
En otro orden de ideas, pero igualmente desde una perspectiva histórica, lo que también habría que analizar y cuestionar de la ya recurrente consigna así no es su relación implícita con el discurso patriarcal. Fue con un espíritu similar que se acuñó uno de los términos más perjudiciales para las mujeres en la lucha por nuestros derechos: la histeria. El escritor Guy de Maupassant lo definió mejor en un texto irónico de 1882:
¿Estás enamorada? Eres histérica. ¿Eres indiferente a las pasiones que conmueven a otros? Eres histérica, pero una histérica casta. ¿Engañas a tu marido? Eres una histérica, pero una histérica sensual. ¿Robas piezas de seda de una tienda? Histérica. ¿Mientes? Histérica. ¿Eres codiciosa? Histérica. ¿Estás nerviosa? Histérica. ¿Eres a fin de cuentas lo que son todas las mujeres desde el principio de la historia? ¡Histérica! ¡Histérica!
En los primeros años de la psiquiatría, la histeria fue el diagnóstico que se le daba a cualquier mujer que se extraviaba de las estrictas normas sociales que se le imponían. Con ello, llegó un periodo de violencias indecibles hacia ellas en aras de la experimentación médica. Y aún hoy la etiqueta de histérica es una herramienta frecuente en los llamados micromachismos – a quién de nosotras no nos han dicho “estás muy alterada” o alguna cosa similar para desestimar nuestra opinión. Así no, es entonces otra manera más de pedirnos a las mujeres que moderemos nuestra rabia para no incomodarlos a ellos, los hombres, y en eso resulta una actitud sumamente patriarcal.
Dejando de lado sus implicaciones históricas, artísticas y sociales – de las cuales se podría derramar todavía mucha tinta – a mí me gustaría cuestionarles una cosa a quienes sostienen la doctrina del así no: ¿entonces cómo? No son pocas las mujeres que recurren a las pintas y a la destrucción de monumentos tras haber denunciado a sus violadores o a los feminicidas que trastocaron sus vidas. Si siguen impunes, ¿entonces cómo exigir justicia sin incomodar? ¿Entonces cómo reclamarle a las autoridades con buenas formas y modales? ¿Y a las jóvenes que siguieron todos los protocolos y mecanismos para luego ver que el profesor que las acosó sigue recorriendo campantemente los pasillos y aulas, espacios donde ellas ya no se sienten seguras? ¿Cómo pueden manifestar su inconformidad si no es con un tendedero? No quieren que rayemos los muros ni que colguemos sus nombres donde todo el mundo pueda verlos, lo entendemos.
Pero, ¿entonces qué hacemos cuando nos matan, cuando nos arruinan la vida? ¿Cómo pedimos que por favor ya no lo sigan haciendo?
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