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Abrumada y conmovida por el entusiasmo de las masas de mexicanos que acudieron a recibirla a las calles de la Ciudad de México, la reina Isabel II resistió durante horas bajo el intenso calor del sol mexicano –muy distinto al que ilumina el grisáceo cielo londinense– en su recorrido hacia el Zócalo capitalino en un coche descapotable.

Saludando con el Ángel de Independencia de fondo, a un costado de la Plaza Tlaxcoaque que marca el inicio del Centro Histórico y, finalmente, sobre la avenida 20 de Noviembre, la sonrisa franca y empática no abandonó jamás su rostro. Así consignaron las páginas de la prensa mexicana el día en que la monarca más longeva del Reino Unido viajó por primera vez a nuestro país, en febrero de 1975.

Aquella primera visita de Isabel II es recordada todavía hoy como un hito en las relaciones entre México y el Reino Unido. Pero, curiosamente, no por los temas protocolarios y las agendas bilaterales que suelen ser el centro de este tipo de eventos, sino porque lo que ahí se vivió fue casi lo opuesto a lo que suelen marcar las rígidas normas de la diplomacia –sobre todo cuando de la familia real se trata–. Aún hoy quienes fueron partícipes de aquel furor popular que invadió las calles hablan, como lo hicieron los periódicos de su tiempo, de la actitud alegre y relajada que mostró la reina, una mujer conocida más por su solemne semblante. Reía mientras le llovían claveles y rosas desde los balcones cercanos al Zócalo capitalino, observaba con entusiasmo casi infantil la presencia de un perro callejero que le acompañó en la banqueta, y a medida que la visita oficial recorrió su ruta por Monte Albán y Guanajuato se maravillaba ante la majestuosidad de las ruinas prehispánicas y el sonido alegre de la marimba. Las reacciones de empatía y cariño por parte de los mexicanos no tardaron en fortalecerse y con ellas los lazos de nuestro país con uno de sus más antiguos aliados.

El Reino Unido fue la primera potencia europea en reconocer la Independencia de México, oficialmente, en 1826 con la firma de un Tratado de Amistad, Comercio y Navegación, pero en la práctica en 1823, cuando el gobierno británico decide comenzar a negociar los términos del mismo, reconociendo la soberanía de aquellos primeros mexicanos para sentarse a la mesa como iguales. Si bien es ampliamente sabido que las relaciones no siempre fueron las más estrechas, viviendo altibajos importantes como la expropiación petrolera que afectó los intereses de los coetáneos de la reina, lo cierto es que la amistad entre ambos países se ha fortalecido –como suelen ser las amistades– incluso ante la adversidad. Prueba de ello son los múltiples recovecos donde se esconde el legado británico en México, en prácticas gastronómicas como los famosos pastes traídos a Hidalgo por los mineros de Cornwall, pasando por las calles que transitamos todos los días y que fueron trazadas por ingenieros ingleses, entre ellas las de colonias como la Roma y la Portales, y desde luego, en el futbol mexicano, que se dice se jugó por primera vez en Real del Monte, el Estado de México u Orizaba –debate acalorado en el que no entraremos aquí– y que se consolidó con la creación de una copa que es hoy la Copa BBVA pero fue originalmente la Copa Tower fundada por un embajador británico del mismo nombre.

En el tiempo que pasó en México –primero en la ya mencionada visita de 1975 y después en 1983–, la reina Isabel II fue testigo de esos puentes históricos entre nuestros países y supo reconocer una cultura compartida: como impresión de México declaró que veía a una nación que, como la suya, mira al futuro sin olvidarse de su pasado. Y más importante aún, logró con su calidez y simpatía revitalizar la unión entre dos lugares del mundo que se perciben muy distantes en geografía y costumbres.

Es ahí donde quizá encontramos el mayor legado de la reina que hoy despedimos. Más allá de nuestra postura a favor o en contra de las monarquías –por mi parte, me inclino definitivamente hacia la última– debemos reconocer que Isabel II supo hacer de su rostro uno que en cada rincón del orbe era reconocido y con ello logró darle cara a eso que llamamos el Estado. Resulta casi contradictorio que fuera ella, la mayor representante de la familia real, quien, como lo hizo con los mexicanos que la recibieron en 1975, acercara a la gente de banqueta a ese concepto abstracto y lejano que es el Estado. En esta característica tan suya encontramos en realidad su hábil talento político para lograr sentir y encarnar el pulso de su tiempo. Isabel II fue ante todo eso: una mujer que supo adaptarse a su momento y a sus circunstancias, y eso es admirable en cualquier mujer que se enfrenta a los retos de un mundo hecho por hombres, aun para una reina. Finalmente, lo que sus visitas a nuestro país demuestran es su capacidad y carisma para transitar de Buckingham Palace hasta Palacio Nacional.

@VekaDuncan

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