Por Viri Ríos
Hoy escribo para cuestionar la forma tradicional con la que lidiamos con el “síndrome de impostor” pues, me parece, alimenta visiones erradas sobre qué compone el éxito. Me explico.
Es común que las personas en puestos de poder sufran de síndrome de impostor. Es decir, de un sentimiento persistente e intenso de carecer de los talentos o habilidades requeridos para la posición que ocupan. O incluso, de vergüenza o miedo ante la posibilidad de que, pares o supervisores, identifiquen que la persona en cuestión es un fraude.
La cura tradicional que existe para lidiar con el síndrome de impostor es sacudirte esos pensamientos. Darte cuenta de que, si tienes el puesto, es porque te lo mereces y que la única razón por la que dudas de tu pertenencia es por falta de autoestima o valor propio.
El problema es que no es así. La realidad es que con alta probabilidad sí hay otras personas que tienen el talento suficiente como para tener el puesto que tú tienes, o que lo hubieran podido haber tenido, pero por razones en ocasiones aleatorias, no lo obtuvieron.
Esto es particularmente común en países de extrema desigualdad como México, donde, con frecuencia, las oportunidades se reparten entre un círculo limitado de personas que tuvieron a bien conocerse en ciertos ambientes, escuelas o niveles socioeconómicos.
Consideremos, por ejemplo, lo que significa hablar inglés, una habilidad sine qua non para el éxito en múltiples profesiones ¿Quién puede hablar inglés en México? En su gran mayoría, solo aquellas personas que contaron con el tiempo y el privilegio de poder acceder a clases de idiomas. Estamos hablando de cerca del 15% de la población, una pequeña minoría que, de entrada, ya excluye al 85% de la población mexicana independientemente de sus talentos.
Es por eso que, en nuestro país, es común observar patrones extremadamente raros, como que las personas del poder se conocen entre ellos desde la infancia o comparten historias familiares de varias generaciones. No es normal que un país de 128 millones de habitantes parezca un pueblo chico.
Ante ello, resulta urgente cambiar cómo concebimos el poder y el merecimiento sobre éste. En un país como México, el poder rara vez es solo muestra de nuestras habilidades o talentos. El poder es en gran medida un privilegio al que acceden muy pocos.
Quizá una mejor cura para el dilema de impostor es aceptar, humildemente, que en efecto muchas más personas también podrían merecer el puesto que tú tienes. Y concebir tu posición como una responsabilidad ante el resto. Ante los millones de personas que tienen o hubieran podido tener los talentos, pero no tuvieron las oportunidades.
El síndrome de impostor no debe tratarse como una debilidad de autoestima, sino como un sano recordatorio de la responsabilidad que tenemos hacia el resto. Por supuesto, el miedo y cualquier emoción negativa deben erradicarse, pero no para sustituirlos con un sentimiento de merecimiento, sino de humildad y agradecimiento.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
Más de 150 opiniones a través de 100 columnistas te esperan por menos de un libro al mes.
Comments ()