Por Vivian Hunter
Todo comenzó con una cita en Bumble. Perfil sobrio, barba recortada, sonrisa tranquila. “Apasionado, protector, con un mundo propio por descubrir.” Esa frase fue la que me atrapó. ¿Un mundo propio? A mis 71, ya he recorrido varios. Pero algo en él —quizá esa mirada de monje zen con pasado picante— me dio curiosidad.
Chaparrito, de esos que compensan la estatura con atención. Vestía sport, cómodo, como quien no necesita impresionar porque lo interesante está después.
La primera cita fue en un Starbucks. El lugar ideal para conversaciones sin consecuencias, con jazz de fondo y gente que no escucha. Hablamos de libros, de series, de lo que se siente vivir más de la mitad de la vida y aún no perder la esperanza. Me gustó que no tenía prisa. Ni urgencia, ni ese tono desesperado que tienen algunos hombres que buscan pareja como si necesitaran una enfermera con cariño.
Al despedirnos, lo acompañé a su coche. Hacía frío y yo no tenía apuro. Me abrió la puerta con un gesto caballeroso y entonces lo vi: un objeto brillante en el asiento del copiloto.
Parecía… un anillo plástico grande, de colores. O eso creí. Tal vez una especie de accesorio íntimo, no sé. Algo con forma circular, como un aro texturizado, lleno de pequeñas bolitas que giraban. Mis cejas se elevaron solas.
Él lo vio al mismo tiempo que yo. Su reacción fue fulminante: lo agarró con una rapidez de ninja divorciado y lo metió bajo el tapete del coche.
—“¿Eso qué era?”
—“Nada… una cosa mía. No todas lo entienden,” dijo, sin mirarme.
¿No todas lo entienden? ¿Qué exactamente? ¿Es eso un juguete? ¿Un accesorio de estimulación alternativo? ¿Un entrenamiento pélvico avanzado?
Vivian guardó la información. Como buena detective emocional, no pregunté más. Pero el misterio quedó flotando.
Seguimos saliendo. Cafés, caminatas, cenas. Siempre encantador. Nunca invasivo, pero con esa sonrisa de quien se guarda algo.
Hasta que una noche, después de una cena particularmente rica en risas y vino, lo dijo con su voz más baja:
—“Quiero enseñarte cómo es el lugar donde me siento más pleno. No se lo muestro a cualquiera.”
Esa frase. Yo ya la había oído antes. En libros. En películas. En encuentros que empezaban con ternura y acababan con palabras en francés.
Me preparé como quien va a una cita misteriosa: perfume suave, maquillaje medido, mente abierta.
Fuimos a su departamento. Pequeño, ordenado, con aroma a madera limpia. Me pidió que me quitara los zapatos.
—“Para que sientas el espacio,” dijo.
En el pasillo, vi dibujos enmarcados. Garabatos. Pensé que era arte moderno. Pasamos junto a una estantería con una linterna de cabeza de unicornio. Él la metió rápido en un cajón.
—“¿Eso es tuyo?”
—“Un regalo. Tiene valor emocional.”
Y entonces, llegó el momento.
—“Este es el lugar,” dijo, abriendo la puerta. “Donde soy más yo.”
Y ahí estaba.
Piso acolchado. Tapetes de colores. Una cocinita de plástico. Un piano de juguete. Estantes llenos de cuentos. Peluches por todas partes. Un castillo inflable y una pista de carritos. Un unicornio con luces intermitentes.
Y en medio, sobre una mesa baja, el objeto que vi en su coche: un mordedero de bebé con textura de gel y bolitas de colores.
Los juguetes no eran fetiches. Eran Fisher-Price.
El secreto no era oscuro. Era multicolor.
Y el “cuarto donde se sentía pleno”… era un salón de juegos.
—“Es donde paso mis tardes,” dijo con una ternura desarmante. “Con mis hijos.”
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